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En el año 1968, la universidad de Pennsylvania estuvo realizando unas excavaciones arqueológicas en la ciudad de Hajji Firuz Tepe, en las montañas de Zagros, al norte de Irán, en las que se encontraron media docena de ánforas de arcilla enterradas en el suelo de una habitación que más de 7.000 años atrás (año 5400 aC.) había servido como cocina.
Una de dichas ánforas -y un fragmento de otra- permaneció expuesta durante treinta años entre otros objetos semejantes, en una vitrina de la sala dedicada a Mesopotamia en el Museo de Arqueología y Antropología de la Universidad de Pennsylvania.
Pero en 1998, un suceso casual le hizo cobrar una fama inesperada.
Con motivo de ser fotografiada para la Biblioteca Científica de Londres, se vio que tanto en el fragmento, como en el interior de la vasija había un pequeño depósito de un color rojizo oscuro.
El análisis descubrió que aquella sustancia no era otra cosa que restos de vino, junto a una resina procedente de un árbol de la familia de las coniferas.
La noticia tuvo amplia difusión en los medios y sobre todo en las publicaciones especializadas, pasando el hallazgo a figurar en el libro Guinness de los récords, pues es la evidencia más antigua que se ha hallado hasta ahora sobre el consumo y la elaboración de vino por seres humanos.
Así, en pleno Neolítico, entre 7.000 y 7.500 años atrás, la familia que habitaba en aquella vivienda tomaba vino de uva, que además había sido preparado con una sustancia que todavía se sigue utilizando en muchos lugares del Mediterráneo oriental: la resina de pino.
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