En su libro Malcomidos destapa la trama perversa detrás de
cada bocado que nos llevamos a la boca. ¿Deberíamos todos comer
orgánico? ¿Cuál es el rol del estado?
Soledad Barruti posa para las fotos con la soltura y la gracia de una
modelo. Pero no: es periodista y está acá (en Sirop, el bistró escondido
en el Pasaje del Correo, en Recoleta) para intentar explicar, por
ejemplo, por qué casi todo lo que comemos enferma y casi nada tiene el
sabor que tenía antes. Viene a hablarnos sobre su travesía al kilómetro
cero de la ruta de los alimentos, ese punto de partida que preferimos
ignorar, como si antes de la góndola no hubiera nada, como si la comida
fuera sin pecado concebida.
Visitó criaderos de salmón, feedlots, plantaciones de soja donde alguna
vez hubo monte, pueblos fumigados, agobiantes granjas avícolas. Y lo
cuenta en Malcomidos, su libro debut, que agotó en apenas un mes su
primera tirada y que la posiciona como la referente local de un fenómeno
global: la proliferación de documentales, investigaciones e informes
que denuncian los estragos de la industria alimenticia.
Son las dos de la tarde de un viernes que la encuentra en pleno raid
mediático. La llamaron de programas rurales del interior, la invitaron a
Basta de Todo y a TN Ecología, apareció hasta en la revista Pronto.
Polemizó con Cormillot y con la gente de Aapresid, el órgano de lobby de
la siembra directa. Puso en la agenda masiva —y allí, acaso, radica su
gran mérito— un tema que parecía relegado al circuito de los
ambientalistas, los activistas por los derechos animales, los foodies
conscientes y los nostálgicos, como ella, de los platos de la abuela. De
aquellos sabores perdidos.
¿Qué almorzaste hoy?
Unos canelones que hice anoche en casa, con masa integral. Les metí
hojas verdes, cebolla, los restos que quedaban de lo que me trajo el
camioncito orgánico. Hojas de remolacha, de brócoli, que habitualmente
uno tira. Todo eso, un poco de queso y salsa natural de tomates.
¿Sos muy estricta con tu dieta?
No tanto. Con este libro tuve una curva. Al principio, cuando empecé a
meterme en el tema, después de visitar una granja dije “nunca más quiero
un huevo”. Lo recuerdo en el cuerpo, la sensación de estar ahí y que
todo fuera tan siniestro: el productor la pasa mal, la gallina también,
la comida que sale de ahí es asquerosa y de menor calidad. Entonces
entré como en un veganismo rotundo pero ni siquiera pensado, sino por
impulso. Por la angustia de ver esas cosas. Y después fui explorando
maneras de incorporar productos variados más naturales. Hoy no te compro
una caja de huevos en el súper, busco alternativas. Pero entiendo que
yo tengo esa posibilidad y la mayoría en este país, no. Es difícil, es
más caro.
¿Consumís orgánico? ¿Dónde te abastecés?
Tengo un mercadito que me trae a casa frutas, verduras, lácteos de La
Choza, pollos pastoriles y huevos de Coeco, que son de gallinas no
enjauladas. También suelo ir al Galpón de Lacroze o al Mercado Solidario
Bonpland. Las harinas orgánicas integrales las compro en Hausbrot. Pero
me quedo sin algo y bajo al chino. No soy inflexible en ese sentido.
¿Comés carne?
No. A los 15 años la dejé, pero no soy fundamentalista. De hecho en el
libro no bajo ninguna línea pro-vegan. No me interesa. Vivimos en un
mundo omnívoro. Cuando te ponés a estudiar los límites del veganismo ves
que el suelo y todas las producciones necesitan de los animales. Tengo
cierta empatía desde chica con los animales pero no pretendo que todo el
mundo la tenga. Mi hijo, de 11 años, quiere comer carne todo el tiempo,
y se la cocino. Lo que creo no se puede promover de ninguna manera es
un sistema productivo intensivo que contamina el ambiente y genera
infinidad de problemas. Ahora estoy tratando de juntar gente vía
Facebook para comprar carne de pastura a un mercado de Saladillo, una
ciudad que se convirtió en un polo de feedlots pero donde subsisten
experiencias de gente que se aferra a un modelo más natural. Suele
pasar: en cada lugar donde ocurre algo siniestro, encontrás también el
mecanismo inverso.
¿Te sentís comprometida con cambiar esta realidad?
Estamos yendo hacia un proyecto de superproducción intensiva que no está
bueno, que en el resto del mundo es cuestionado y discutido. Acá no: se
subsidia, se alienta y se promueve ese único sistema. Somos un país que
tuvo carne de campo hasta el 2007, cuando a las autoridades se les
ocurrió subvencionar los feedlots. Llega un momento donde más allá de
las decisiones individuales estamos todos expuestos. Por eso trato de
separar el problema de mis elecciones personales. Creo que es posible
intervenir políticamente, el periodismo tiene esa posibilidad: generar
contenidos que movilicen. En la Argentina seguimos con la idea de que
todo es más natural en el campo, pero cuando vas a los sitios de
producción, ves que el criador de pollo no te prueba ese pollo; y los
que trabajan con feedlots prefieren la carne de pasto.
¿Cómo pasamos de tener la mejor carne a la más tóxica?
Teníamos la carne más rica y la más sana hasta que se decidió subsidiar
los feedlots. El quiebre fue en 2007 y 2008, cuando los especuladores
financieros empezaron a invertir en granos y los precios se dispararon.
¿Qué le “convenía” al país? Sembrar más soja y que las vacas se fueran a
un corral de engorde. Al animal lo ponés a comer algo ajeno a su
naturaleza en un espacio donde no puede caminar y se llena de grasas
saturadas, es como si uno se pasara el día en una silla masticando
bizcochitos de grasa. Sumémosle los antibióticos que les dan para que
soporten esas condiciones.
¿La comida natural corre el riesgo de quedar reducida a una moda snob?
Sí. Esto no es algo que se resuelve desde una feria en Palermo. No
estamos en Estados Unidos, donde cualquier pelotudez que ponés de moda
se vuelve una industria poderosa. Acá es la conciencia de unos pocos que
está generando un pequeño movimiento. Pero en este país se cambia desde
el Estado o no se cambia. Hacen falta políticas. En vez de subvencionar
a una granja que produce 50.000 pollos por semana, subsidiemos a
pequeñas familias que tienen espacios diversificados de producción donde
está comprobado que se produce comida de mejor calidad. Apoyando ese
tipo de cosas es que todo esto va a ser más accesible para todos. Si no,
se va a volver algo cada vez más elitista.
Se necesitan, entonces, políticas de Estado.
La solución es política. Tenemos que pensar más allá de las elecciones
individuales. En los hospitales de niños, por ejemplo, a los pacientes
se les da pollo industrial, mucho más propenso a tener bacterias,
mayores niveles de colesterol y grasas, menos minerales y proteínas. Los
sectores vulnerables son, por lejos, los más expuestos a todo esto.
¿Qué propuestas y experiencias inspiradoras rescatás en este sentido?
Brasil subvenciona a familias de productores familiares que luego
abastecen al propio Estado: en los comedores escolares, hospitales y
cárceles brasileñas se sirve comida orgánica. En Chile, el gobierno
empezó a poner plata para rescatar y revalorizar el desarrollo de
producciones de gallinas araucanas, que criaban los mapuches. Colombia
tiene un programa que promueve pequeños emprendimientos de gallineros
colectivos. Al Estado no solo le conviene que se obtengan huevos más
nutritivos, sino que las familias involucradas garanticen la continuidad
de una experiencia cultural, educacional. Acá nada de eso sucede.
¿Cómo surgió tu interés en el tema?
Siempre me gustó comer bien. Mi mamá es médica homeópata y crecí con la
idea de que lo que comemos influye en la salud. En casa no había harina
blanca, gaseosas, ni salidas a Pumper Nic. En los últimos años, ya como
periodista, me hice adicta a las investigaciones sobre alimentación que
fueron saliendo en todo el mundo. Empecé a preguntarme cómo funcionaban
las cosas acá. Una de las obras que más me impactó fue un documental de
un italiano, Rosario Scarpatto, que quería reflejar lo bien que se come
carne en la Argentina pero encontró que los feedlots habían copado todo y
terminó realizando lo opuesto a lo que había venido a hacer. La
película se titula Réquiem para la carne gaucha.
¿Qué otros autores y producciones del género recomendarías?
Todo Michael Pollan (el autor de El dilema omnívoro). Los documentales
de Marie Robin, la de El mundo según Monsanto. También Fast Food Nation
(el libro de Eric Schlosser, no la pelí homónima que es malísima). Y los
textos de Michael Moss, un tipo que hizo un laburo interesante sobre la
carne en Estados Unidos y ahora lanzó Salt, sugar, fat: how the food
giants hooked us (“Sal, azúcar, grasa: cómo los gigantes de la
alimentación nos han enganchado”), que habla de cómo la industria
manipula los alimentos para adicción en los consumidores, y cuenta que
empieza a haber ejecutivos arrepentidos al percibir los daños que sus
empresas ocasionan.
¿Cuáles son los peores hábitos de los argentinos a la hora de comer?
Comemos demasiado llano, no hay diversidad en nuestros platos. De
repente escasea el tomate y entramos en crisis. Esa poca variedad es
absolutamente funcional a este sistema intensivo que se focaliza en unos
pocos productos. Y después, las modas que importamos: la
transnacionalización de nuestras marcas de alimentos y sus fórmulas de
afuera; el sushi, por ejemplo, en un país donde no se come pescado.
Dedicás un capítulo a revelar las atrocidades de la cría
artificial de salmón en Chile. ¿En Buenos Aires ya no se consigue salmón
criado en estado salvaje?
Stefano Villa, del restaurante Sucre, me dice que él usa salmón
patagónico. Quién sabe… lo que pasa es que acá la trazabilidad es nula,
el consumidor ignora de dónde viene lo que come. Sabés si está
certificado, pero la certificación es otro negocio siniestro que echa
por la borda la idea de que la comida natural, orgánica, sea accesible
para todos. El INTA ahora está impulsando un proyecto de carne de
pastura certificada. Es increíble que en este país, donde comimos carne
de pasto hasta hace cinco años, de repente haya que certificarla y pase a
costar 50 veces más.
¿Qué le respondés a quienes ven cierta paranoia en toda esta movida?
Datos concretos: la generación de nuestros hijos vivirá menos que
nosotros, por los hábitos alimentarios; la OMS (Organización Mundial de
la Salud) dice que un tercio de los cánceres tienen que ver con la
dieta. El problema es que al estar lejos de los centros productivos no
advertimos la gravedad del asunto. Los que están cerca sí. El resto,
incluyendo científicos y nutricionistas, no tiene idea. Hablé con un
pediatra en Córdoba que aconseja darle comida orgánica a los chicos
porque los residuos de los plaguicidas acumulados en los primeros cinco
años son determinantes en la salud.
De los lugares que visitaste, ¿cuál fue el que más te impactó?
Una granja con miles de cerdos en General Alvear, rodeada de campos de
maíz expuestos a agrotóxicos. Lo primero que pensás es: “No se puede
tener a un animal cinco años en una jaula no más grande que su cuerpo”.
Escuchás gritos todo el tiempo. La hija y la esposa del dueño habían
muerto de cáncer. De pronto aparecía un empleado suyo con una pelota que
le salía del cuello. Después, el perro con una campana en la cabeza.
Pregunto qué le pasa. “Nada, le sacaron unos tumores”. Yo para adentro
me decía: ¿este tipo no se da cuenta del cáncer que lo invade? La
angustia que sentí cuando me fui de ese lugar es indescriptible.
LA BIENCOMIDA
Lanzado en agosto pasado, Malcomidos: cómo la industria alimentaria
argentina nos está matando (Editorial Planeta) ya va por su segunda
edición. Su autora, Soledad Barruti (Buenos Aires, 1981) ha colaborado
con medios como Página 12 y las revistas Bacanal y Traveler. También
escribe ficción: está por salir su primera novela, El sabor de Dios,
sobre una infancia oprimida en el seno de una familia del Opus Dei.
¿Próximos proyectos? “Mi intención es seguir trabajando el tema de la
alimentación.
Acá encontré un lugar donde me gustaría quedarme”, afirma. “En
particular, me quiero enfocar en los chicos: tenemos la mayor cantidad
de obesos menores de cinco años de Latinoamérica. Me interesa pensar
maneras atractivas de comunicar esto, que escapen de las típicas
fórmulas del documental de denuncia”.
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