por OleoDixit Culpa de quien le da de comer

Hoy, el cuento de Carola Chaparro. Una historia de amor, celos y hambre.
 
“Antonio: viudez sospechosa requiere ayuda inmediata. Te espero. Alexis Rousseau, Comisario. Viento Deseado.” Después del mensaje, el detective Antonio Contreras, experto en asuntos amorosos y sobrenaturales, supo que era momento de armar las valijas.

A Viento Deseado lo conocía de memoria. Era de esos pueblos que son iguales a la primera vez que se los ve. Cada tanto alguno se volvía loco. Lo atribuían a la falta de viento, que con toda justicia daba nombre al lugar: imposible remontar un barrilete. Solo el francés Lecon hubiera construido un molino.

La cosa fue –según su amigo Alexis Rosseau, comisario desde siempre- que a Lecon se le metió en la cabeza moler sus propios granos para fabricar croissants. “El mejor negocio de Viento Deseado,” repetía.

Construyó, siguiendo sus propios planos, un imponente molino. Se casó con Albertina, sembró trigo y esperó. Creyendo en el viento, se ilusionaba como un chico con cada tormenta, que invariablemente petrificaba las aspas.

Por más terquedad o entusiasmo que se le pusiera al asunto, al molino hubo que usarlo para algo y terminó convertido en chiquero. Sin croissants memorables, Jacques Lecon se consolaba criando cerdos.

Albertina sentía por el francés una adoración tan persistente como la falta de viento. Según ella misma declaró ante el comisario Rousseau –“él es todo para mí”-, él era lo único importante en sus días. De recién casados, los ardores de la pareja se comentaban entre los vecinos. Esto fue así hasta que Lecon le dedicó más tiempo al chiquero que al matrimonio. Antes, ni el barro ni los bichos eran una traba para el amor.

Albertina suspiró mientras el semental corría a las chanchas: a todas, menos a Rosita. El francés la separaba del resto. El gran cerdo no se resignaba a la idea de una hembra prohibida, mirando con recelo de ojos chiquitos. Rosita, provocadora, le daba la espalda.

Hasta aquí la historia conocida. Quedaba por develar cómo había desaparecido, así de pronto, Jacques Lecon.

-Una mañana me levanté y él no estaba. A la noche no volvió y fui a buscar al comisario –relató Albertina, con el ritmo tranquilo de los inocentes. Linda, lo que se dice linda, no era, pero a Contreras le daban ganas de pegarle un tarascón.

-Haga memoria, Albertina, ¿puede haberse ido sin decirle?- insistía el detective.

-No sé. A lo mejor tenía otra por algún lado.

Contreras dio unas vueltas por la casa y visitó el chiquero. El orden invitaba a sospechar. Por eso, y porque Albertina le abría el apetito, volvió muchas veces, en distintos horarios.

-¿Y a aquel qué le pasa, no come?- preguntaba con curiosidad infantil.

-El semental es así. A él le preocupan otras cosas- explicó Albertina.

Fueron inútiles amenazas y advertencias de su amigo Rousseau: el detective necesitaba guiarse por la pasión para resolver el enigma. Se entregó con entusiasmo a frecuentar a la dama. Una tarde medio calurosa, Albertina, mientras hacía el repulgue de las empanadas, dio su versión.

-No le quedó otro remedio- le decía Contreras al comisario mientras almorzaban- Tuvo que aguantar mucho.

-¿Fue ella?- intuía Rousseau.

-Es una mujer movida por los celos.

-¡Pero celar a una chancha!

-Rosita era especial para Lecon. Cuando Albertina los encontró juntos, la cerda tenía puesto un portaligas. El resto te lo podés imaginar- el detective hizo una pausa para volver a llenar los vasos.

-¿Por eso largó al semental?- inquirió Rousseau.

-Era el único que la podía entender: noches y noches viendo cómo otro se subía al lomo de sus amores. Se lo comió a Lecon en dos bocados.

-¿Y Rosita?

-Adentro de estas empanadas- concluyó Contreras mientras Alexis Rousseau inspeccionaba el relleno con mirada científica, antes de hincar otra dentellada.

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