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Si en cambio está entre los que no beben vino, le recomendamos llegar hasta el final y volver a pensar sus actitudes.
Sépalo: usted, el que se vanagloria de no probar una gota de vino, el “seco”, está cometiendo un horrendo acto de olvido, una tremenda omisión que nos lleva a dedicarle las próximas líneas. Y guay de que al final no se haya convertido y decidido a probar una copita: será el acabose. Está advertido.
Porque como buen habitante de esta tierra, debe saber que el vino –tinto, blanco, espumoso, el que sea- es producto de un milagro. Sí, como leyó: un milagro del equilibrio en el que intervienen desde los insípidos insectos a las blandas levaduras, pasando por unas plantas duras y trepadoras que son lindas de observar cuando forma un viñedo, e incluso involucra a un pariente suyo.
Verá, todo arranca con los insectos. Créanos, estos animalitos son el reservorio del vino y a ellos les debemos la multiplicación anual del milagro. Porque en sus estómagos (¡puaj! pero no deje de leer) se refugian las levaduras para sobrevivir los duros inviernos. Y ni bien pintan los primeros días tibios, que llevan a las laboriosas abejas y otros bichos a recorrer los campos, se diseminan invisibles y voraces, primero en las flores y luego en las frutas, a la espera del azúcar.
Claro, el azúcar no brota por generación espontánea. Eso lo saben las levaduras que esperan pacientes. Se crea –junto con el color de los frutos, sus ácidos y las pepitas donde se forman los taninos leñosos- en un laboratorio inaccesible que funciona en las hojas de los miles de plantas que crecen al sol. Si son vides, ese azúcar va a engordar los granos del racimo. Laboriosamente, miles de células desde que sale el sol a primera hora de la mañana y hasta que se esconde, al filo de la noche, transpiran agua y así crean un vacío en las hojas que bombea los nutrientes desde la tierra –en su mayoría milenarias sales de potasio, fósforo y nitrógeno- para, usando la energía del astro rey, convertirlas en otra cosa más útil: moléculas de ácidos, taninos y sobre todo azúcar, mucho azúcar.
Y fíjese qué notable, usted que no cree en este milagro. Ese azúcar que engorda los granos es el que hace que las levaduras babeen enloquecidas en la piel de las uvas esperando a que se suelte una sola gota que las alimente y ayude a multiplicarse. Esperan a que se rompa esa capa protectora que primero fue dura y verde y que, con el correr de los días del verano, se vuelve de un intenso color violáceo y se pone tensa y turgente. Es así, nomás. Todas las hojas de la planta trabajando para que sus semillas estén envueltas en apetitosos, tentadores frutos, para que algún pájaro voraz se las coma llegado el momento (momento celebrado por las levaduras) y esparza el cimiente en su vuelo por el mundo.
Y justo ahí, justo al cabo de los meses, un día en vez de un pájaro elocuente y de plumaje vistoso apareció algún lejano pariente nuestro embrutecido por el hambre. Vio las uvas y se lanzó de lleno y con glotonería a zamparse una tras otra como quien come semillas de girasol. Y así comió, qué duda cabe, hasta que no pudo más. Y cuando ya no pudo más y sus manos estaban llenas del jugo pringoso -y de esas levaduras que estaban al acecho y que ya se habían lanzado de lleno sobre su azúcar- se produjo el contacto final para el milagro: las uvas rotas por el roce comenzaron a fermentar y el pariente en su afán de más, se zampó las fermentadas y al cabo se embriagó y pudo, por primera vez en su vagar sin rumbo pudo, darse el gusto de ver con otros ojos, de contemplar con éxtasis el mundo tal como quería que fuera: placentero, agradable, sin amenazas.
Ahí empezó el misterio del vino. Ese misterio que usted pasa por alto. El del hombre que cada año vio crecer las uvas –y que desconoce el trabajo que tiene lugar en las hojas y el rol clave de los insectos- pero que buscando volver a ver como vio ese día, esperó paciente junto a la planta y estrujó su cerebro buscando una respuesta, algo que le permita vivir el milagro del sabor y la embriaguez. Pero ni él, ni su nieto, ni su tataranieto dominaron la técnica y siguieron acudiendo puntales cada año al engorde de sus uvas.
Que quede claro, entre ellos y nosotros, los que nos sentamos a la mesa y hablamos tupido de Cabernet Sauvignon y Malbec y Merlot hay un hilo conductor que, más allá de los Louis Pasteur, los Emile Peynaud y los Raúl de la Mota –eminencias enológicas que nos explicaron esta fábula en términos técnicos- seguimos buscando la respuesta a las mismas preguntas sobre el vino.
Entre ellos y nosotros, hay algo que nos emparenta y nos hermana con la maravilla del vino. Y como parte umbilical del cordón vital que nos une a este mundo, seguimos apreciando el espectáculo de sabor desplegado en la boca, la leve embriaguez que nos obliga a mirar de nuevo y a intuir que hay algo más y que está dentro de esa botella. Algo, ahora lo sabemos, que pone a girar toda la rueda de la vida. Usted, ¿se lo va a perder?
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