Del tenedor libre a la rotisería libre por romiz
El resultado fue algo similar a un banquete de dibujos animados: un almuerzo de arroz, fideos, pollo, ensalada, milanesas, entradas con mayonesa y dos o tres postres para terminar.
Unos años más tarde, los tenedores libres llegaron a Buenos Aires de la mano de la convertibilidad y la inmigración china. Y así fue que los comensales argentinos, no acostumbrados todavía a este sistema, enloquecimos ante la idea de poder comer todo lo que quisiéramos por un precio fijo y barato. Quedaba solucionar el tema de la bebida, que al no estar incluida en el combo, obligaba a administrar la sed con la precisión de un cirujano. Y poco a poco, abandonamos la parrillada para cuatro, la panera y la manteca, la napolitana a caballo y el bombón escocés por el sushi, el mostrador de pastas, los arrolladitos primavera y el flan con dulce de leche, dos bochas de helado, masas secas y una torta de chocolate en el mismo plato.
Por aquellos años, cada plan de fin de semana pasaba por un tenedor libre: cena con amigos, almuerzo de trabajo, reunión de la empresa o cumpleaños. No importaba hacer colas infernales para conseguir una mesa en un segundo piso y tener que bajar y subir irremediablemente cada vez que queríamos comer algo; o empujarnos a codazos como en un recital para conseguir la última porción de chopsuey o de lemmon pie. Estábamos en la gloria, nos habían presentado la ecuación perfecta de cantidad por bajo precio. Habíamos dejado de ser comensales para convertirnos en empresarios. Y hasta más de uno habría querido inventar la píldora para suprimir la sed.
Corría el tiempo y por fin aquietamos la euforia y nos acostumbramos a este paradigma gastronómico. Ya educados en el sistema, empezamos a servirnos con más moderación y menos compulsión. La oferta de tenedores libres se había sofisticado y había dejado una huella tan profunda que todo tipo de restaurant en Buenos Aires que quería sobrevivir tenía que instalar, aunque sea, un pequeñísimo bufé de entradas o salad bar.
Finalmente la profunda crisis económica de principios de milenio y la llegada de la inflación fueron desterrando los tenedores libres. La mayoría cerró y los pocos que quedaron se veían obligados a bajar la calidad de la comida para mantener un precio competitivo. Poco a poco, entre acostumbrados y hastiados de los atracones, volvimos a ser comensales y dejamos de ver un negocio en el viejo y querido tenedor libre.
El año pasado encontré un pequeño local en el barrio de Nuñez, sobre la Avenida Cabildo. Me llamó la atención el cartel que decía “Smile: Rotisería Vegetariana”. Al entrar, reviví aquella sensación original de “gloria y caos”.
El lugar consiste en tres bufés amplios con mucha variedad. Desde souflés de verdura, canelones y empanadas, hasta chopsuey, guisos de tofu, seitán, arroz yamaní y lentejas, entre otras cosas. Hasta acá no habría motivo para hacer tanto alboroto, más allá del hecho de que nos permitan acercarnos a la comida y poder elegirla con nuestras propias manos (cosa que está limitada por un mostrador de vidrio en cualquier rotisería). Pero el punto en cuestión, la llama que alumbra esta nueva revolución, es el hecho de poder servirse todo lo que uno quiera en una o más bandejas, al costo de 33 pesos por kilo de comida. Una verdadera ganga si sabemos calcular. Sólo hay que servirse y pesar la bandeja en la balanza que está en el mostrador.
Atendido por sus propios dueños: una familia china que, atenta y maquinalmente organizada, saluda, sonríe, envuelve la comida y cobra en un santiamén.
Unos meses después de este hallazgo fue tal el éxito que tuvo el sistema que ya se multiplicó por la ciudad. Y ahí estamos otra vez en la fase uno de la revolución: desaforados y sintiéndonos dueños del magnífico negocio de la cantidad por el bajo precio. Diciéndole chau a la milanesa con fritas, el filé de merluza con puré y la carne al horno con papas de la rotisería de la esquina que cobra caro. El tiempo dirá cuánto durará esta nueva revolución gastronómica y cuál será la huella que deje en nuestros estómagos y en nuestros corazones.
Romina es Profesora y Licenciada en Letras.
Cuando era chica quería ser periodista o cocinera
de televisión y algunas reminiscencias de esas épocas quedan.
Apodo en Oleo: romiz.
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