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Fuente: Vinorama.cl | Patricio Tapia.
Se trata de una degustación en Mendoza, para comparar vinos de estilo tradicional y vinos modernos. Ya saben: los López, las Patti, junto a tintos de corte más rotundo como Icono de Luigi Bosca, Aluvional de Zuccardi o Kinien Don Raúl de Ruca Malen. Se trata, además, de una cata en el contexto del Masters of Food & Wine que organiza hace cinco años seguidos el hotel Hyatt en Mendoza. Y aquí, en la cata, están algunos de los responsables de estos vinos. El mismísimo Carmelo Patti, o la suerte y privilegio de tener a Carmelo Panella, el histórico director técnico de Bodegas López o a Alejandro Vigil de Catena o a Daniel Pi de Trapiche o a Pablo Cúneo de Ruca Malén o a Sebastián Zuccardi, el heredero de una de las bodegas más inquietas del Cono Sur.
Un buen grupo, casi tan bueno como el que se ha juntado el día anterior, en Altos Las Hormigas, en una jornada para estudiar el terruño mendocino y también para probar distintos vinos, presentados por estos y otros productores de la zona. Dos jornadas intensas, cada una en su estilo. Dos momentos que me han enseñado muchas cosas del vino argentino. ¿Cuándo cresta uno termina de aprender?
Y uno aprende hasta en los lugares más inverosímiles como, por ejemplo, un hoyo en algún lugar perdido y vitícolamente nunca explotado de Altamira, junto al siempre didáctico Pedro Parra y un grupo de sommeliers y periodistas argentinos y chilenos. Parra ha develado una idea, pero sobre todo, ha puesto en el tapete un concepto que sonaría en mi cabeza todo ese día, y con más fuerza hacia el final de la jornada, en una mesa larga, llena de botellas y enólogos hablando de terroir.
¿Qué difícil es hablar de eso, no? Incluso para Pedro, el experto, es difícil. Y es difícil porque aún hay muchas preguntas por responder, y varias de ellas tienen que ver con la madera. La madera nueva que viene de un bosque a miles de kilómetros de Mendoza o de Colchagua o de Napa. Un bosque francés que se mete en nuestros vinos, como el invitado de piedra, como el borracho inesperado, a gritos. Y él no tiene la culpa, claro.
Cuando a este lado de la Cordillera, Marcelo Retamal dice que se acabó, que ya no más madera nueva en sus vinos, que de ahora en adelante la fruta va primero, sin distorsiones, lo que hace es declarar sus principios ante el abuso. Por años, yo al menos, he escuchado decir que ese tostado, ese olor a palo, desaparecerá con el tiempo, que no me asuste, que tenga paciencia. El punto es que puede que eso suceda, que se integre, pero finalmente siempre va a inmiscuirse en los aromas que dan sentido a su origen; por mucho que se integre, siempre será ese extraño que viene de un bosque a miles de kilómetros de distancia.
En la comida de Altos Las Hormigas, los enólogos presentan sus vinos. Y todos ellos tienen el toque distintivo de la barrica: barricas caras francesas porque se trata de vinos caros mendocinos. La fruta que hay tras esa madera a veces es magnífica, dan ganas de comerla, pero la barrera que pone el tostado de la barrica, lo impide, como la cortina gruesa y pesada del teatro impide ver la obra hasta que alguien devela el misterio. Y por fin las luces se apagan.
Sin embargo, antes yo he estado tras bambalinas. La gente de Altos Las Hormigas me muestra Malbec que acaban de fermentar de la cosecha 2012. Vinos que aún no han sido tocados, ni por levaduras ni por madera ni por nada, ni siquiera por sangría que es otro de los temas que a mí me perturban. Y allí estoy, probando la pureza frutal, la alegría a frutas rojas ácidas de Gualtallary versus la estructura monolítica de Altamira, dos de los más afamados terruños de Uco, frente a frente, mostrando tantas diferencias, tantas cualidades propias. Toda discusión sobre terruño mendocino se sustenta en esas dos muestras, aún no tocadas, como el aceite de oliva, el jugo de las aceitunas que se embotella así, nada más.
El punto es que luego viene la crianza en madera y las cosas se complican y las diferencias ya no son tan claras y, yo al menos, me confundo. Ya no estoy tan seguro de estar en Gualtallary o en Napa.
Dejando de lado el tema de la demasiada madurez o el alcohol o la sangría o todo lo que la elaboración de vinos puede implicar más allá de la simple ecuación de “uvas fermentadas”, el tema de la madera es un punto central a discutir. ¿Puede el Malbec (puede el Carmenère!!!) soportar madera nueva? ¿Tanta madera nueva? ¿Cuánta madera nueva?
Con Daniel Pi, enólogo de Trapiche, y Alberto Antonini, el consultor italiano de Alto las Hormigas, nos enfrascamos en una pequeña discusión al respecto. La madera nueva es necesaria para que el vino se suavice, para que –a través de sus poros nuevos y abiertos- entre oxígeno y ocurra una cosa que se llama polimerización: moléculas que se unen, en el fondo, formando cadenas: más color, más suavidad.
Todo bien con eso. Pero el punto es que hemos estado todo el día metidos en hoyos, escuchando a Parra hablar de terroir, de los suelos ideales, de la influencia que tienen en el Malbec y cuando nos sentamos a beber vino, lo que predomina es la madera. Se me desarma todo, qué quieren que les diga.
Y sí, es cierto, en algunos casos (como el Single Vineyard Vistaflores, de Altos o en Aluvional de Zuccardi) la madera parece que se irá ante la potencia estructural del vino, uno puede imaginar eso. Pero en los otros, no me queda tan claro. Lo mismo sucede cuando uno prueba Burdeos de la barrica. Ellos inventaron el sistema. Lo conocen. Y en la ronda de En Primeurs, uno capta para dónde va el asunto, cómo en algunos –en los mejores- el vino de barrica, que ha estado un año allí, ni siquiera muestra rasgos de sufrir los efectos. Hay grandes vinos que se hacen con barrica nueva, muchos (La Romanée-Conti, sin ir más lejos) pero en ellos yo nunca he visto signos de bronceador y coco en su estado embrionario. Siempre la fruta va por delante.
Por qué poner madera nueva. Porque no volver a los toneles viejos y mostrar cómo el vino es, en realidad. Mi teoría es que el mercado (y ahí vamos de nuevo con la bendita palabra “mercado”) pide madera nueva, pide ese olor, sobre todo cuando está pagando precios altos. El importador en no sé dónde espera que el vino huela a palo (entre otras cosas) porque sabe que su consumidor se sentirá defraudado si no es así. No hay problema con eso. Pero, por favor, no pongamos “terroir” en la misma frase.
La segunda de las jornadas es una degustación que organizo junto al más influyente de los periodistas de vinos en Argentina, Fabricio Portelli, y el sommelier del Hotel Hyatt Mendoza, Pablo Lauro. Y la idea es mostrar estilos; los tradicionalistas y los modernistas. Y el asunto resulta. Es una buena cata. Los estilos son bien identificables. Ahí está Montchenot 15 años y Gran Assemblage 2003 de López y Patti, respectivamente, catados a ciegas con otras celebridades como Aluvional de Zuccardi, Kinien de Don Raúl de Ruca Malén o Jorge Miralles, otro de los Single Vineyard de la familia de productores de Trapiche.
Sin embargo, y más allá de los vinos, de la diversidad estilística (no de terroir) que ofrecieron, a mí al menos me emocionó escuchar hablar a Alejandro Vigil, el enólogo de Catena, quien estaba allí con su vino Adrianna Malbec 2005, un tremendo malbec, pero también un malbec alocado, que huele a cosas raras, todas ricas, eso sí.
Vigil se pone de pie y habla de López, de Montchenot. Dice que lo ha aprendido a apreciar, a entender. Y que eso es bueno. Unas mesas más allá, el histórico Carmelo Panella, el enólogo de Bodegas López, el que ha hecho ese Montchenot por décadas, lo observa y lo escucha y se emociona. Es un momento breve, fugaz, pero tan potente que a mí también me dan ganas de ir a abrazarlos a ambos por la felicidad que implica ese pequeño nexo. Dos hombres, de muy distintas edades, de muy distinta formación, de pronto se han comunicado, construyendo además un puente entre dos mundos.
Y es emocionante que suceda. Es civilizado y humano. Y no pasa todo el tiempo. Pero cuando pasa, es importante. Y tuvimos la suerte, Fabricio, Pablo y yo, de haber propiciado ese momento. Que en Mendoza coexistan esos dos estilos es algo que, desde mi punta de vista, resulta fundamental. La conexión con el pasado, la idea de no perder la brújula, la idea de entender que no todo es madera nueva y mercado y madurez y súper híper concentración, sino que también deben estar estos vinos, los de Patti, los de López, allí. Y ser respetados por lo que significan. Sobre todo ser respetados.
Se trata de una degustación en Mendoza, para comparar vinos de estilo tradicional y vinos modernos. Ya saben: los López, las Patti, junto a tintos de corte más rotundo como Icono de Luigi Bosca, Aluvional de Zuccardi o Kinien Don Raúl de Ruca Malen. Se trata, además, de una cata en el contexto del Masters of Food & Wine que organiza hace cinco años seguidos el hotel Hyatt en Mendoza. Y aquí, en la cata, están algunos de los responsables de estos vinos. El mismísimo Carmelo Patti, o la suerte y privilegio de tener a Carmelo Panella, el histórico director técnico de Bodegas López o a Alejandro Vigil de Catena o a Daniel Pi de Trapiche o a Pablo Cúneo de Ruca Malén o a Sebastián Zuccardi, el heredero de una de las bodegas más inquietas del Cono Sur.
Un buen grupo, casi tan bueno como el que se ha juntado el día anterior, en Altos Las Hormigas, en una jornada para estudiar el terruño mendocino y también para probar distintos vinos, presentados por estos y otros productores de la zona. Dos jornadas intensas, cada una en su estilo. Dos momentos que me han enseñado muchas cosas del vino argentino. ¿Cuándo cresta uno termina de aprender?
Y uno aprende hasta en los lugares más inverosímiles como, por ejemplo, un hoyo en algún lugar perdido y vitícolamente nunca explotado de Altamira, junto al siempre didáctico Pedro Parra y un grupo de sommeliers y periodistas argentinos y chilenos. Parra ha develado una idea, pero sobre todo, ha puesto en el tapete un concepto que sonaría en mi cabeza todo ese día, y con más fuerza hacia el final de la jornada, en una mesa larga, llena de botellas y enólogos hablando de terroir.
¿Qué difícil es hablar de eso, no? Incluso para Pedro, el experto, es difícil. Y es difícil porque aún hay muchas preguntas por responder, y varias de ellas tienen que ver con la madera. La madera nueva que viene de un bosque a miles de kilómetros de Mendoza o de Colchagua o de Napa. Un bosque francés que se mete en nuestros vinos, como el invitado de piedra, como el borracho inesperado, a gritos. Y él no tiene la culpa, claro.
Cuando a este lado de la Cordillera, Marcelo Retamal dice que se acabó, que ya no más madera nueva en sus vinos, que de ahora en adelante la fruta va primero, sin distorsiones, lo que hace es declarar sus principios ante el abuso. Por años, yo al menos, he escuchado decir que ese tostado, ese olor a palo, desaparecerá con el tiempo, que no me asuste, que tenga paciencia. El punto es que puede que eso suceda, que se integre, pero finalmente siempre va a inmiscuirse en los aromas que dan sentido a su origen; por mucho que se integre, siempre será ese extraño que viene de un bosque a miles de kilómetros de distancia.
En la comida de Altos Las Hormigas, los enólogos presentan sus vinos. Y todos ellos tienen el toque distintivo de la barrica: barricas caras francesas porque se trata de vinos caros mendocinos. La fruta que hay tras esa madera a veces es magnífica, dan ganas de comerla, pero la barrera que pone el tostado de la barrica, lo impide, como la cortina gruesa y pesada del teatro impide ver la obra hasta que alguien devela el misterio. Y por fin las luces se apagan.
Sin embargo, antes yo he estado tras bambalinas. La gente de Altos Las Hormigas me muestra Malbec que acaban de fermentar de la cosecha 2012. Vinos que aún no han sido tocados, ni por levaduras ni por madera ni por nada, ni siquiera por sangría que es otro de los temas que a mí me perturban. Y allí estoy, probando la pureza frutal, la alegría a frutas rojas ácidas de Gualtallary versus la estructura monolítica de Altamira, dos de los más afamados terruños de Uco, frente a frente, mostrando tantas diferencias, tantas cualidades propias. Toda discusión sobre terruño mendocino se sustenta en esas dos muestras, aún no tocadas, como el aceite de oliva, el jugo de las aceitunas que se embotella así, nada más.
El punto es que luego viene la crianza en madera y las cosas se complican y las diferencias ya no son tan claras y, yo al menos, me confundo. Ya no estoy tan seguro de estar en Gualtallary o en Napa.
Dejando de lado el tema de la demasiada madurez o el alcohol o la sangría o todo lo que la elaboración de vinos puede implicar más allá de la simple ecuación de “uvas fermentadas”, el tema de la madera es un punto central a discutir. ¿Puede el Malbec (puede el Carmenère!!!) soportar madera nueva? ¿Tanta madera nueva? ¿Cuánta madera nueva?
Con Daniel Pi, enólogo de Trapiche, y Alberto Antonini, el consultor italiano de Alto las Hormigas, nos enfrascamos en una pequeña discusión al respecto. La madera nueva es necesaria para que el vino se suavice, para que –a través de sus poros nuevos y abiertos- entre oxígeno y ocurra una cosa que se llama polimerización: moléculas que se unen, en el fondo, formando cadenas: más color, más suavidad.
Todo bien con eso. Pero el punto es que hemos estado todo el día metidos en hoyos, escuchando a Parra hablar de terroir, de los suelos ideales, de la influencia que tienen en el Malbec y cuando nos sentamos a beber vino, lo que predomina es la madera. Se me desarma todo, qué quieren que les diga.
Y sí, es cierto, en algunos casos (como el Single Vineyard Vistaflores, de Altos o en Aluvional de Zuccardi) la madera parece que se irá ante la potencia estructural del vino, uno puede imaginar eso. Pero en los otros, no me queda tan claro. Lo mismo sucede cuando uno prueba Burdeos de la barrica. Ellos inventaron el sistema. Lo conocen. Y en la ronda de En Primeurs, uno capta para dónde va el asunto, cómo en algunos –en los mejores- el vino de barrica, que ha estado un año allí, ni siquiera muestra rasgos de sufrir los efectos. Hay grandes vinos que se hacen con barrica nueva, muchos (La Romanée-Conti, sin ir más lejos) pero en ellos yo nunca he visto signos de bronceador y coco en su estado embrionario. Siempre la fruta va por delante.
Por qué poner madera nueva. Porque no volver a los toneles viejos y mostrar cómo el vino es, en realidad. Mi teoría es que el mercado (y ahí vamos de nuevo con la bendita palabra “mercado”) pide madera nueva, pide ese olor, sobre todo cuando está pagando precios altos. El importador en no sé dónde espera que el vino huela a palo (entre otras cosas) porque sabe que su consumidor se sentirá defraudado si no es así. No hay problema con eso. Pero, por favor, no pongamos “terroir” en la misma frase.
La segunda de las jornadas es una degustación que organizo junto al más influyente de los periodistas de vinos en Argentina, Fabricio Portelli, y el sommelier del Hotel Hyatt Mendoza, Pablo Lauro. Y la idea es mostrar estilos; los tradicionalistas y los modernistas. Y el asunto resulta. Es una buena cata. Los estilos son bien identificables. Ahí está Montchenot 15 años y Gran Assemblage 2003 de López y Patti, respectivamente, catados a ciegas con otras celebridades como Aluvional de Zuccardi, Kinien de Don Raúl de Ruca Malén o Jorge Miralles, otro de los Single Vineyard de la familia de productores de Trapiche.
Sin embargo, y más allá de los vinos, de la diversidad estilística (no de terroir) que ofrecieron, a mí al menos me emocionó escuchar hablar a Alejandro Vigil, el enólogo de Catena, quien estaba allí con su vino Adrianna Malbec 2005, un tremendo malbec, pero también un malbec alocado, que huele a cosas raras, todas ricas, eso sí.
Vigil se pone de pie y habla de López, de Montchenot. Dice que lo ha aprendido a apreciar, a entender. Y que eso es bueno. Unas mesas más allá, el histórico Carmelo Panella, el enólogo de Bodegas López, el que ha hecho ese Montchenot por décadas, lo observa y lo escucha y se emociona. Es un momento breve, fugaz, pero tan potente que a mí también me dan ganas de ir a abrazarlos a ambos por la felicidad que implica ese pequeño nexo. Dos hombres, de muy distintas edades, de muy distinta formación, de pronto se han comunicado, construyendo además un puente entre dos mundos.
Y es emocionante que suceda. Es civilizado y humano. Y no pasa todo el tiempo. Pero cuando pasa, es importante. Y tuvimos la suerte, Fabricio, Pablo y yo, de haber propiciado ese momento. Que en Mendoza coexistan esos dos estilos es algo que, desde mi punta de vista, resulta fundamental. La conexión con el pasado, la idea de no perder la brújula, la idea de entender que no todo es madera nueva y mercado y madurez y súper híper concentración, sino que también deben estar estos vinos, los de Patti, los de López, allí. Y ser respetados por lo que significan. Sobre todo ser respetados.
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