- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
Fuente: Diario Los Andes | Gabriel Bustos Herrera.
Las he visto partirse en pedazos y dispersarse luego en sueños imposibles. Fincas de 5, 10 o 15 hectáreas, patriarcales, con caserones de largas galerías que daban al norte, que produjeron sustento y bienes albergando familias, historias y tantos sueños.
De pronto, una vez que los mayores cerraban su ciclo, con la presencia de escribanos, abogados y peritos fríos y formales, se quebraban en tantas partes como hijos emprendían la diáspora familiar. Luego, lo conocido: primero pequeños fracasos agrícolas a pesar del subsidio estatal, desarraigo hacia las villas pobres de la Gran Ciudad. Y desintegración social y avance del cemento sobre el verde fértil.
En los libros se lee como “Unidad Económica” en el capítulo de la División de la Tierra. Se advierte sobre “los daños del minifundio y la pulverización de la tierra”. Hace décadas, los economistas les explicaban a mis viejos que “se viene produciendo una desintegración de las fincas, convirtiendo en pequeñas parcelas imposibles de conseguir la rentabilidad necesaria para el sustento familiar”.
En los ’70 y ’80 la unidad promedio de explotación en el campo de mis mayores -viñateros, fruteros y chacareros- sólo a los fines estadísticos, porque no se apelaba a una legislación específica, rondaba las 5 o 6 hectáreas. Abundaban de 1, 2 y 5 hectáreas. Muy pocas de 10 o 15.
Aún hoy las pequeñas fincas son la absoluta mayoría en la realidad vitivinícola-chacarera, por ejemplo: el 80% de los viñedos y chacras actuales registran menos de 15 hectáreas y el 65% sobrevive con menos de 10.
Lo peor, vegetan en un aislamiento remiso a la cultura asociativa y por lo general, aferrados a la asistencia estatal. El 65% de los que trabajan la tierra “propia” y que tiene menos de 15 hectáreas productivas (lo muestran los registros del programa Integración de Pequeños Productores, Proviar) ronda los 65 años.
Ellos “ya no tienen ganas” y sus hijos emigraron: la finquita no daba para abastecer a los viejos y nutrir los sueños de los jóvenes. Es más, un alto porcentaje de los inscriptos en el Proviar -un programa para asociar a viñateros chicos entre ellos y con sus bodegueros- no tiene formalizada la tenencia de su tierra: “flojos de papeles” (es decir, la herencia no escriturada, los documentos no ordenados). No son “sujetos de crédito”.
La cuna del éxodo. Es el primer empujón del éxodo rural: la desintegración de parcelas que fueron productivas y que se disipan sin escala, sin cultura asociativa y sin posibilidad de futuro económico. La mayoría sobreviven aisladas, sin tecnología, con plantaciones poco rentables y prendidas del subsidio estatal, tranqueras adentro. Después, el proceso inverso: lento pero irremediable, el fenómeno de concentración de la tierra, la nueva tecnología y la reconversión productiva. Es decir, el capital que busca unidades rentables de producción y trae la tecnología. Pero menos trabajo y por lo general mal pago y con la asistencia estatal zumbando en esas vidas pobres.
Entonces desarraigo, hacinamiento, expansión de los asentamientos pobres y el explosivo crecimiento del presupuesto público para asistirlos en esos nuevos y oscuros destinos.
Los últimos registros oficiales -vitivinícolas, frutícolas, chacareros- estiman que la Unidad Económica anda por las 9 hectáreas promedio entre los 26.000 viñedos de la región (el 85% con menos de 20 hectáreas). Es menor entre los frutícolas y aún más escasa entre los chacareros.
En los ’80 desaparecieron más de 10.000 pequeños viñedos-chacras, con secretas tragedias sociales cuyos testimonios de angustia pueden rastrearse mayoritariamente en los barrios pobres de la Gran Ciudad. Las anémicas políticas de jerarquización de la vida en el campo (educación, salud, vivienda, transporte, esparcimiento) hicieron el resto. Ahí anda el resultado, en las villas marrones del Oeste, en la estadística de la pobreza, de la ignorancia, de la seguridad.
Evitar la dispersión. En Europa ya lo vieron venir a principios del siglo XX e intentaron estrategias políticas, sociales y económicas para contrarrestar el fraccionamiento antieconómico, el éxodo, el avance del cemento sobre la tierra útil. Francia, España, Italia, Irlanda, Suiza, encararon políticas para evitar la dispersión de la unidad productiva, el avance del cemento inmobiliario sobre las zonas fértiles, su consecuencia el éxodo rural y para rescatar la vida digna en el campo. Hay una larga lista de éxitos y fracasos en ese propósito del Viejo Mundo.
Pero construyeron un sistema legal que prohibió el fraccionamiento antieconómico de la tierra productiva. Lo prohibieron por leyes específicas; reglamentaron la Unidad Económica -deducida por cada realidad regional- y lo acompañaron con políticas de dignificación y promoción de la vida en el campo (vivienda, educación, salud, transporte, etc.).
“Se impide la formación de minifundios, porque por razones técnicas y económicas conspiran contra una racional e intensiva explotación agraria”, según señalan Edgardo Díaz Araujo y María José Iuvaro en “Vitivinicultura y Derecho”.
Se prohíbe, y está reglamentada, la dispersión por debajo de límites razonables, zonalmente definida. Tierra indivisible, digamos. Propician la transferencia íntegra o asisten con crédito subvencionado a uno de los hijos para que se quede con la finca paterna (crédito accesible para que le pague a sus hermanos y para que reconvierta la finca a la que seguirá dedicado). Paralelamente tratan de cortarle el camino al avance del cemento urbano sobre las escasas zonas fértiles.
Como si aquí desanimáramos la división perniciosa de las pequeñas fincas (por debajo de las 10 hectáreas, supongamos) y evitáramos el avance de las urbanizaciones sobre las tierras productivas de Luján, Maipú, Guaymallén, en el Este, el Valle de Uco, el Sur.
Por cierto, en una región en la que impera el modelo productivo-social europeo (el de “los que vinieron de los barcos”), algo hay que hacer con las pequeñas unidades que ya están armadas así sobreviven. En la última década se ha apuntado a integrar, asociar -horizontal y verticalmente- a los pequeños productores que viven en el campo y se abastecen de su renta. Se los ayuda a asumir una cultura asociativa que convierta a sus pequeñas fincas en grupos de escala económica y les permita asumir la tecnología, el crédito y la mejora cualitativa de lo que producen y de lo que viven.
En el país, la potestad para dividir la propiedad era ilimitada. Pero la ley 17.711 -que modificó el Código Civil en 1968- la limitó “cuando ello convierta en antieconómico su uso y aprovechamiento”.
Las responsables de reglamentar esa limitación son las provincias; la mayoría de ellas (conté 15) ya lo han hecho. Pero aquí en Mendoza -donde estuvimos 16 años discutiendo en la Legislatura una Ley de Uso del Suelo- no lo hemos hecho. La nueva Ley de Ordenamiento Territorial aporta los instrumentos para definir la Unidad, diseñar la red para defender el verde productivo y frenar el éxodo rural. Otra de nuestras asignaturas pendientes que no figuran en el marketing de las campañas electorales.
Las he visto partirse en pedazos y dispersarse luego en sueños imposibles. Fincas de 5, 10 o 15 hectáreas, patriarcales, con caserones de largas galerías que daban al norte, que produjeron sustento y bienes albergando familias, historias y tantos sueños.
De pronto, una vez que los mayores cerraban su ciclo, con la presencia de escribanos, abogados y peritos fríos y formales, se quebraban en tantas partes como hijos emprendían la diáspora familiar. Luego, lo conocido: primero pequeños fracasos agrícolas a pesar del subsidio estatal, desarraigo hacia las villas pobres de la Gran Ciudad. Y desintegración social y avance del cemento sobre el verde fértil.
En los libros se lee como “Unidad Económica” en el capítulo de la División de la Tierra. Se advierte sobre “los daños del minifundio y la pulverización de la tierra”. Hace décadas, los economistas les explicaban a mis viejos que “se viene produciendo una desintegración de las fincas, convirtiendo en pequeñas parcelas imposibles de conseguir la rentabilidad necesaria para el sustento familiar”.
En los ’70 y ’80 la unidad promedio de explotación en el campo de mis mayores -viñateros, fruteros y chacareros- sólo a los fines estadísticos, porque no se apelaba a una legislación específica, rondaba las 5 o 6 hectáreas. Abundaban de 1, 2 y 5 hectáreas. Muy pocas de 10 o 15.
Aún hoy las pequeñas fincas son la absoluta mayoría en la realidad vitivinícola-chacarera, por ejemplo: el 80% de los viñedos y chacras actuales registran menos de 15 hectáreas y el 65% sobrevive con menos de 10.
Lo peor, vegetan en un aislamiento remiso a la cultura asociativa y por lo general, aferrados a la asistencia estatal. El 65% de los que trabajan la tierra “propia” y que tiene menos de 15 hectáreas productivas (lo muestran los registros del programa Integración de Pequeños Productores, Proviar) ronda los 65 años.
Ellos “ya no tienen ganas” y sus hijos emigraron: la finquita no daba para abastecer a los viejos y nutrir los sueños de los jóvenes. Es más, un alto porcentaje de los inscriptos en el Proviar -un programa para asociar a viñateros chicos entre ellos y con sus bodegueros- no tiene formalizada la tenencia de su tierra: “flojos de papeles” (es decir, la herencia no escriturada, los documentos no ordenados). No son “sujetos de crédito”.
La cuna del éxodo. Es el primer empujón del éxodo rural: la desintegración de parcelas que fueron productivas y que se disipan sin escala, sin cultura asociativa y sin posibilidad de futuro económico. La mayoría sobreviven aisladas, sin tecnología, con plantaciones poco rentables y prendidas del subsidio estatal, tranqueras adentro. Después, el proceso inverso: lento pero irremediable, el fenómeno de concentración de la tierra, la nueva tecnología y la reconversión productiva. Es decir, el capital que busca unidades rentables de producción y trae la tecnología. Pero menos trabajo y por lo general mal pago y con la asistencia estatal zumbando en esas vidas pobres.
Entonces desarraigo, hacinamiento, expansión de los asentamientos pobres y el explosivo crecimiento del presupuesto público para asistirlos en esos nuevos y oscuros destinos.
Los últimos registros oficiales -vitivinícolas, frutícolas, chacareros- estiman que la Unidad Económica anda por las 9 hectáreas promedio entre los 26.000 viñedos de la región (el 85% con menos de 20 hectáreas). Es menor entre los frutícolas y aún más escasa entre los chacareros.
En los ’80 desaparecieron más de 10.000 pequeños viñedos-chacras, con secretas tragedias sociales cuyos testimonios de angustia pueden rastrearse mayoritariamente en los barrios pobres de la Gran Ciudad. Las anémicas políticas de jerarquización de la vida en el campo (educación, salud, vivienda, transporte, esparcimiento) hicieron el resto. Ahí anda el resultado, en las villas marrones del Oeste, en la estadística de la pobreza, de la ignorancia, de la seguridad.
Evitar la dispersión. En Europa ya lo vieron venir a principios del siglo XX e intentaron estrategias políticas, sociales y económicas para contrarrestar el fraccionamiento antieconómico, el éxodo, el avance del cemento sobre la tierra útil. Francia, España, Italia, Irlanda, Suiza, encararon políticas para evitar la dispersión de la unidad productiva, el avance del cemento inmobiliario sobre las zonas fértiles, su consecuencia el éxodo rural y para rescatar la vida digna en el campo. Hay una larga lista de éxitos y fracasos en ese propósito del Viejo Mundo.
Pero construyeron un sistema legal que prohibió el fraccionamiento antieconómico de la tierra productiva. Lo prohibieron por leyes específicas; reglamentaron la Unidad Económica -deducida por cada realidad regional- y lo acompañaron con políticas de dignificación y promoción de la vida en el campo (vivienda, educación, salud, transporte, etc.).
“Se impide la formación de minifundios, porque por razones técnicas y económicas conspiran contra una racional e intensiva explotación agraria”, según señalan Edgardo Díaz Araujo y María José Iuvaro en “Vitivinicultura y Derecho”.
Se prohíbe, y está reglamentada, la dispersión por debajo de límites razonables, zonalmente definida. Tierra indivisible, digamos. Propician la transferencia íntegra o asisten con crédito subvencionado a uno de los hijos para que se quede con la finca paterna (crédito accesible para que le pague a sus hermanos y para que reconvierta la finca a la que seguirá dedicado). Paralelamente tratan de cortarle el camino al avance del cemento urbano sobre las escasas zonas fértiles.
Como si aquí desanimáramos la división perniciosa de las pequeñas fincas (por debajo de las 10 hectáreas, supongamos) y evitáramos el avance de las urbanizaciones sobre las tierras productivas de Luján, Maipú, Guaymallén, en el Este, el Valle de Uco, el Sur.
Por cierto, en una región en la que impera el modelo productivo-social europeo (el de “los que vinieron de los barcos”), algo hay que hacer con las pequeñas unidades que ya están armadas así sobreviven. En la última década se ha apuntado a integrar, asociar -horizontal y verticalmente- a los pequeños productores que viven en el campo y se abastecen de su renta. Se los ayuda a asumir una cultura asociativa que convierta a sus pequeñas fincas en grupos de escala económica y les permita asumir la tecnología, el crédito y la mejora cualitativa de lo que producen y de lo que viven.
En el país, la potestad para dividir la propiedad era ilimitada. Pero la ley 17.711 -que modificó el Código Civil en 1968- la limitó “cuando ello convierta en antieconómico su uso y aprovechamiento”.
Las responsables de reglamentar esa limitación son las provincias; la mayoría de ellas (conté 15) ya lo han hecho. Pero aquí en Mendoza -donde estuvimos 16 años discutiendo en la Legislatura una Ley de Uso del Suelo- no lo hemos hecho. La nueva Ley de Ordenamiento Territorial aporta los instrumentos para definir la Unidad, diseñar la red para defender el verde productivo y frenar el éxodo rural. Otra de nuestras asignaturas pendientes que no figuran en el marketing de las campañas electorales.
Comentarios