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Fuente: Diario Los Andes | Fernando Cabrini.
De cómo la trayectoria del vino malbec para llegar a representar lo que hoy representa en nuestra industria vitivinícola, es el claro símbolo de una lucha cultural y económica local. Difícil es explicar en pocas palabras 100 años de historia porque perderemos detalles, fechas, conceptos, pero trataré de comentar algo simple y natural, la interacción de lo que el medio ambiente nos brinda, como la tierra, el sol, el agua y en este caso vides y el hombre, como sujeto modificador del mundo, con distintos resultados, muchas verdaderas atrocidades por todos conocidas. A principios del siglo XX, en estas tierras cuyanas, ya se hacían fuertes las corrientes migratorias extranjeras que junto con sus costumbres y profesiones integrándolas a las ya existentes, iniciaron el desarrollo vitivinícola; predominaban variedades tintas aptas para vinos de color que elaboraban estos agricultores generalmente con pocos estudios, pero con una amplia concepción de lo que querían en calidad y gusto.
Así fueron creciendo, obligados por la geografia, las posibilidades de riego, fundamental en zonas áridas, grandes extensiones de viñedos a lo largo de las laderas del río Mendoza.
Fue sin duda el resultado de la conjunción tierra-hombre que llevo a multiplicar cepas que por su adaptación al medio y a la calidad de sus vinos, conformaban ampliamente su necesidad de producir -con su trabajo y ayuda de la naturaleza- un bien que no sólo era vendible (y por ende proveía su sustento) si no que también estaban convencidos de su calidad, también lo tomaban y por supuesto le gustaba.
De igual manera fueron creciendo en menor medida las variedades de uvas blancas, entre ellas se destacaban el semillón y pinot blanco. Teníamos entonces, vinos que se identificaban por su color tinto y blanco, pero cuya calidad, a pesar de las limitaciones tecnológicas, llenaban plenamente sus expectativas, sin traicionar la conjunción tierra-hombre, pues ello era sagrado.
Con el transcurso de los años surgen dificultades, desequilibrios entre producción y consumo, y la necesidad de regulación, que hacen aparecer oscuros intereses que tenemos los hombres.
Dentro de las variedades tintas sin duda se destacaba el malbec, que raramente se lo llamaba por su nombre: era la variedad “francesa” y sus vinos se definían por su gran color, aromas concentrados y por ser el vino de corte, pues con él se mejoraban los demás vinos.
Fueron tan bondadosas sus característica que su propagación fue casi exclusiva, copando la mayoría de los viñedos, que a mediados de siglo eran vendidos en todo el país, alcanzando récords históricos de consumo y un gran desarrollo industrial con canales de distribución, que encontraron en el ferrocarril, una fuente ideal entre la zona productiva y los centros de consumo.
Pero, nuevamente los intereses mezquinos del hombre se impusieron a aquel equilibrio natural, distorsionándolo a voluntad. Desgravaciones impositivas fomentaron el cultivo de variedades de nulo valor enológico, arrasando con cuanto malbec hubiera, debiendo los enólogos escurrir tristemente esta uva, tirando sus hollejos con toda la concentración de materia colorante y aromas.
Asimismo debemos reconocer, la moda de tomar vinos blancos, que junto con el abocado en forma exagerada (también por intereses creados) fueron distorsionando el paladar del consumidor.
Sin embargo, una vez más aparece en escena, aquel hombre, enamorado por lo bueno, agradable y lo que creía correcto, buscando la oportunidad de volver a poner en su lugar, los queridos viñedos y vinos de la uva francesa, los cuales seguían cultivando simplemente por eso de que los amores nunca se abandonan.
En 1987 se comienza a gestar una inquietud entre productores y bodegueros de Luján de Cuyo para revalorizar las cualidades enológicas de la francesa y pasar a llamarlo por su verdadero nombre: malbec. El diseño de este vino no era ni más ni menos lo que nos daba en su plena madurez con un determinado encuentro entre ecosistema-uva-hombre. No hacía falta más. Aquel diamante en bruto que algunos viejos locos habían guardado celosamente estaba allí listo para brillar.
No fue fácil el proceso. Es que existía un desconocimiento generalizado en el consumidor, como también intereses comerciales y productivos. Por otro lado, el crecimiento incontrolado de los barrios alrededor de los departamentos productivos conspiraban con la manutención de viejos viñedos con este noble cultivo.
La década de los ’90 la recordaremos como un punto de inflexión en la industria por la posibilidad de adquirir tecnología importada y mejorar la elaboración, conservación y por ende, tener la capacidad de competir en el mundo, exportándolo. Aunque el desequilibrio cambiario coartaba muchas posibilidades de desarrollo comercial.
Ante eso, todos los actores involucrados, bodegueros, productores, instituciones oficiales pusieron su granito de arena para construir las bases que luego -con la mejora de la política cambiaria- permitió la proyección de negocios estables a largo plazo.
La inversión extranjera no tardo en llegar. Todo estaba en orden, un buen varietal, único en el mundo, y acceso a la compra de tierras y bodegas, algunas a precios irrisorios, comparadas con el extranjero.
Hoy luego de una década de excelentes cosechas, nuestro querido malbec sigue creciendo y ganando mercados; por ello el desafío actual es mantener la calidad con un aumento de los volúmenes producidos.
Podemos concluir, sin falsa modestia que el ejemplo agroindustrial citado es un modelo a seguir. La riqueza de un país no está en lo que que tiene naturalmente, sino en la capacidad de sus habitantes para transformar sus riquezas en productos de alto valor agregado, respetando el ecosistema naturaleza-hombre y sin claudicar en intereses particulares.
Por último no podemos dejar de mencionar a aquellos varones y mujeres, obreros rurales, contratistas, cosechadores, técnicos y obreros de bodegas, que trabajaron sin destajo de sol a sol y dieron su vida por este presente que hoy disfrutamos.
Las opiniones vertidas en este espacio, no necesariamente coinciden con la línea editorial de Diario Los Andes.
De cómo la trayectoria del vino malbec para llegar a representar lo que hoy representa en nuestra industria vitivinícola, es el claro símbolo de una lucha cultural y económica local. Difícil es explicar en pocas palabras 100 años de historia porque perderemos detalles, fechas, conceptos, pero trataré de comentar algo simple y natural, la interacción de lo que el medio ambiente nos brinda, como la tierra, el sol, el agua y en este caso vides y el hombre, como sujeto modificador del mundo, con distintos resultados, muchas verdaderas atrocidades por todos conocidas. A principios del siglo XX, en estas tierras cuyanas, ya se hacían fuertes las corrientes migratorias extranjeras que junto con sus costumbres y profesiones integrándolas a las ya existentes, iniciaron el desarrollo vitivinícola; predominaban variedades tintas aptas para vinos de color que elaboraban estos agricultores generalmente con pocos estudios, pero con una amplia concepción de lo que querían en calidad y gusto.
Así fueron creciendo, obligados por la geografia, las posibilidades de riego, fundamental en zonas áridas, grandes extensiones de viñedos a lo largo de las laderas del río Mendoza.
Fue sin duda el resultado de la conjunción tierra-hombre que llevo a multiplicar cepas que por su adaptación al medio y a la calidad de sus vinos, conformaban ampliamente su necesidad de producir -con su trabajo y ayuda de la naturaleza- un bien que no sólo era vendible (y por ende proveía su sustento) si no que también estaban convencidos de su calidad, también lo tomaban y por supuesto le gustaba.
De igual manera fueron creciendo en menor medida las variedades de uvas blancas, entre ellas se destacaban el semillón y pinot blanco. Teníamos entonces, vinos que se identificaban por su color tinto y blanco, pero cuya calidad, a pesar de las limitaciones tecnológicas, llenaban plenamente sus expectativas, sin traicionar la conjunción tierra-hombre, pues ello era sagrado.
Con el transcurso de los años surgen dificultades, desequilibrios entre producción y consumo, y la necesidad de regulación, que hacen aparecer oscuros intereses que tenemos los hombres.
Dentro de las variedades tintas sin duda se destacaba el malbec, que raramente se lo llamaba por su nombre: era la variedad “francesa” y sus vinos se definían por su gran color, aromas concentrados y por ser el vino de corte, pues con él se mejoraban los demás vinos.
Fueron tan bondadosas sus característica que su propagación fue casi exclusiva, copando la mayoría de los viñedos, que a mediados de siglo eran vendidos en todo el país, alcanzando récords históricos de consumo y un gran desarrollo industrial con canales de distribución, que encontraron en el ferrocarril, una fuente ideal entre la zona productiva y los centros de consumo.
Pero, nuevamente los intereses mezquinos del hombre se impusieron a aquel equilibrio natural, distorsionándolo a voluntad. Desgravaciones impositivas fomentaron el cultivo de variedades de nulo valor enológico, arrasando con cuanto malbec hubiera, debiendo los enólogos escurrir tristemente esta uva, tirando sus hollejos con toda la concentración de materia colorante y aromas.
Asimismo debemos reconocer, la moda de tomar vinos blancos, que junto con el abocado en forma exagerada (también por intereses creados) fueron distorsionando el paladar del consumidor.
Sin embargo, una vez más aparece en escena, aquel hombre, enamorado por lo bueno, agradable y lo que creía correcto, buscando la oportunidad de volver a poner en su lugar, los queridos viñedos y vinos de la uva francesa, los cuales seguían cultivando simplemente por eso de que los amores nunca se abandonan.
En 1987 se comienza a gestar una inquietud entre productores y bodegueros de Luján de Cuyo para revalorizar las cualidades enológicas de la francesa y pasar a llamarlo por su verdadero nombre: malbec. El diseño de este vino no era ni más ni menos lo que nos daba en su plena madurez con un determinado encuentro entre ecosistema-uva-hombre. No hacía falta más. Aquel diamante en bruto que algunos viejos locos habían guardado celosamente estaba allí listo para brillar.
No fue fácil el proceso. Es que existía un desconocimiento generalizado en el consumidor, como también intereses comerciales y productivos. Por otro lado, el crecimiento incontrolado de los barrios alrededor de los departamentos productivos conspiraban con la manutención de viejos viñedos con este noble cultivo.
La década de los ’90 la recordaremos como un punto de inflexión en la industria por la posibilidad de adquirir tecnología importada y mejorar la elaboración, conservación y por ende, tener la capacidad de competir en el mundo, exportándolo. Aunque el desequilibrio cambiario coartaba muchas posibilidades de desarrollo comercial.
Ante eso, todos los actores involucrados, bodegueros, productores, instituciones oficiales pusieron su granito de arena para construir las bases que luego -con la mejora de la política cambiaria- permitió la proyección de negocios estables a largo plazo.
La inversión extranjera no tardo en llegar. Todo estaba en orden, un buen varietal, único en el mundo, y acceso a la compra de tierras y bodegas, algunas a precios irrisorios, comparadas con el extranjero.
Hoy luego de una década de excelentes cosechas, nuestro querido malbec sigue creciendo y ganando mercados; por ello el desafío actual es mantener la calidad con un aumento de los volúmenes producidos.
Podemos concluir, sin falsa modestia que el ejemplo agroindustrial citado es un modelo a seguir. La riqueza de un país no está en lo que que tiene naturalmente, sino en la capacidad de sus habitantes para transformar sus riquezas en productos de alto valor agregado, respetando el ecosistema naturaleza-hombre y sin claudicar en intereses particulares.
Por último no podemos dejar de mencionar a aquellos varones y mujeres, obreros rurales, contratistas, cosechadores, técnicos y obreros de bodegas, que trabajaron sin destajo de sol a sol y dieron su vida por este presente que hoy disfrutamos.
Las opiniones vertidas en este espacio, no necesariamente coinciden con la línea editorial de Diario Los Andes.
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