ARGENTINA 5 lugares para disfrutar gastronomía de cocineras argentinas

¿Cómo reconocer un buen vino de un mal vino?

CopaAnimada
Todos conocemos a alguien que alguna vez, por maldad o dulce venganza, le cambió el vino a otro. Es la clásica: alguien trajo una botella de la que presume y, a la hora de beberla, algún pillo la rellenó con un vino de menor categoría y el despistado, mientras todos se parten de risa, pondera las virtudes del chasco sin reparar en el engaño.

Si esta broma tan frecuente es posible se debe sólo a que la mayoría de los consumidores confiamos en lo que vemos y nos dicen antes que en el gusto y el olfato. Por eso el chasco sigue funcionando, como también funciona la duda cuando el sommelier sirve la copa o bien alguien dice que el vino es una maravilla y a nosotros nos parece que no vale nada. Entonces, ¿cómo podemos confiar en nuestro juicio más que en lo que otros dicen? ¿cómo evitar que nos vendan gato por liebre?
¿Cuándo el color está bien?
El color es un índice de calidad que dice mucho y poco según se lo mire.
Para los blancos, un buen color es el espectro que va del verde al amarillo dorado. Toda tonalidad marrón es negativa.
Para tintos, los colores rojos y violetas, opacos o brillantes, son correctos. Los ladrillo, sólo en el caso de vinos viejos. La intensidad, en cambio, no es tan importante. Un ejemplo: el Pinot Noir tiene poco color y no por ello está mal.
En cualquier caso, el vino no está bien cuando ofrece elementos en suspensión, como velos o turbidez elevada.

Los buenos y los malos aromas
En materia de olores, los vinos pueden ser muy agradables o menos agradables. Pero una cosa es segura: si huelen a vinagre, quitaesmalte o trapo sucio –por débil que sea el aroma– el vino está fuera de juego. Sucede que hay aromas difíciles de ponderar, especialmente en los vinos viejos. Pero en las generales de la ley, sirve esta mnemotecnia:
En blancos, los aromas son limpios y diáfanos, bien reconocibles y van de los vegetales como el pasto y el heno a los frutales, como pera, melón o manzana. O las combinaciones de ellos con flores, en particular jazmín, nardo y azahar. Un truco: si uno deja la nariz en la copa respirando a penas, con las fosas abiertas pero sin inhalar, esos matices se pescan fácilmente. El más raro y a la vez expresivo, es el Sauvignon blanc, que a veces huele tanto a arveja o espárrago que resulta desagradable, aunque esté bien que así sea.
En tintos, la trama es más compleja, porque hay más aromas. Pero con que no huela desagradable, es suficiente. Hay vinos engañosos, sin embargo: el Syrah, por ejemplo, puede oler a muchas cosas contrapuestas, frutas negras, rojas, especias, que en combo desorientan un poco. La tierra y los hongos, que aparecen en algunos Pinot, por ejemplo, también confunden, aunque están bien. Paciencia y método es la mejor opción en materia de tintos.
También te puede interesar: ¿Todos los vinos huelen a frutas?
El paladar ¿rico o fulero?
A la hora de ponderar la boca, es mejor el trazo grueso que el detalle fino. Por ejemplo: resulta más sencillo saber si el vino está o no en balance, que saber qué trama ofrecen los taninos. Y el primer dato es más dato que el segundo.
El balance, para tintos y blancos, es equivalente. Se trata de evaluar cuáles de los cuatro gustos –dulce, salado, amargo y ácido– lleva la voz cantante. La mayoría de los blancos locales son secos, mientras que los tintos, casi todos, ofrecen un delicado dulzor que engalana la punta de la lengua. Entonces, el vino será:
  • Dulce cuando ese carácter sea muy marcado. Si el vino no dice que sea dulce en su etiqueta, resultará un asunto grave.
  • Ácido o fresco, cuando los costados de la lengua se lleven la tajada grande (y la salivación sea creciente). Si es excesivo, tipo limón o aceto, se considera mala cosa.
  • Salado (aunque es raro) cuando gane la mitad de la lengua. Excesivo, será malo.
  • Amargo, al final, bajo la campanilla. Hay muchos vinos con un trazo levemente amargo, aunque para los argentinos bebedores de mate no aparezca nunca como dato, por costumbre nomás. ¿Valoración? Ídem a los anteriores.
     El cuerpo, en cambio, es materia opinable. Todo el mundo está de acuerdo en que si el vino se parece más al aceite que al agua, si llena la boca con densidad y paso ancho, se trata de un buen vino. Pero no es tan así hoy, en que hay muchos estilos ligeros en la góndola. En tal caso, no está ni mal ni bien que el vino tenga o no cuerpo. Dependerá mucho de la variedad y el estilo. Aunque no es parámetro específico de calidad.
    También te puede interesar: 5 cosas que hay que saber para hablar de vinos
    La textura es otro cantarOtra vez resulta un asunto de grado. Así:
Los blancos rara vez son secantes, aunque los hay. En particular ahora que se practica conservar la acidez málica –pensá en la sequedad de morder una manzana no muy madura–. Si es un papel secante, mala cosa.
En tintos, el asunto se complica un poco. Hay vinos que, por jóvenes, tienen taninos activos y son algo secantes o bien, apoyados en una rica frescura (acordate del balance) resultan jugosos como una rica fruta. Otros, recuerdan a la sequedad de la tiza al borrar un pizarrón. Mientras sea agradable, nada que objetar. Si el trazo es tan dominante que se vuelve protagónico, el asunto se pone fulero.
Hay que saber un último asunto más antes de dar un veredicto: observar las caudalía o duración del sabor del vino en la boca. Todo buen vino, bien hecho y con balance y frescura, dura varios segundos una vez tragado. También el vinagre dura su buen rato. Así es que debe durar y ser rico.
Si todo se cumple bien, no hay nada que objetar. Y si a todo esto el vino no es lo que parece, no hay nada de malo en decir que a uno no le gusta y explicar por qué. Para eso, están todas las cosas que dijimos hasta acá.
Joaquín Hidalgo | @hidalgovinos

Comentarios