ARGENTINA 5 lugares para disfrutar gastronomía de cocineras argentinas

La historia del chocolate Águila


Comenzó como un insumo clave para el submarino, se amplió a los kioscos y hoy es un ícono de la repostería hogareña. Verdades y secretos de una marca con 135 años de historia.

Cuando una marca logra sintonizar de manera perfecta con el pulso de una sociedad, consigue el matrimonio con el que muchos sueñan pero que pocos pueden concretar. Ése fue el logro de Águila Saint, que supo interpretar a comienzos del siglo pasado lo que necesitaban los argentinos: una forma sencilla de tomar el chocolate caliente,  la bebida sin alcohol más popular del momento. Sin embargo, pocos matrimonios duran para siempre y cuando el chocolate para taza comenzó a perder terreno en el paladar local, la empresa fundada por Don Abel Saint en 1880 debió dar un golpe de timón y adaptarse a los nuevos tiempos. Y encontró en la publicidad a su aliado ideal, sin nunca perder presencia en los kioscos con productos que marcaron a más de una generación, desde los bombones Nec Plus Ultra hasta el recordado chocolatín del payasito que se vendía en escuelas y circos, pasando por un sinfín de caramelos para adultos y hasta las cremas heladas Laponia. 135 años después, el ave más famosa del chocolate demuestra que está lejos de la extinción.

DEL CAFÉ AL CHOCOLATE
Saint, un inmigrante francés que siempre sintió nostalgia por su tierra pero que encontró en la Argentina su lugar en el mundo, abrió El Águila como un comercio dedicado al tostado de café en un pequeño local en Artes 515, lo que es hoy la avenida Carlos Pellegrini. De inmediato tuvo éxito y debió ampliar las instalaciones, primero mudándose a un espacio en la calle Santiago del Estero, cerca de Plaza Constitución, y luego comprando en 1894 un amplio terrero de 4000 metros cuadrados en Barracas. Su repentina muerte, cuando tenía apenas 50 años, le impidió ver lo que su viuda e hijos harían allí: una de las fábricas más avanzadas de la época, en la que se tostaba el café, se trabajaba el chocolate y se embalaban todos los productos, listos para ser repartidos por la ciudad. En una Argentina en la que la matriz productiva estaba signada por la ganadería y la agricultura, la arriesgada apuesta de Saint por la industrialización comenzaba de a poco a rendir frutos y marcaba el paso de la actividad del sur porteño, en el que se fueron instalando otras fábricas, como Canale, Bagley y Terrabusi. Por infraestructura y ventas, El Águila se destacaba entre todos, inundando el barrio con olor a chocolate y dando trabajo a casi cualquiera que se acercara hasta sus puertas, posiblemente recién llegados en barco de algún lejano país.



En su edificio en la calle Herrera, entre Brandsen y Suárez –en donde hoy hay un inmenso local de venta de materiales de construcción y artículos del hogar–, un águila de cemento velaba por el progreso para todos los trabajadores. De la fábrica queda en pie la fachada y el águila, pero ya no existe aquello que protegía ni los valores que representaba. Desde 2001, una placa de bronce mantiene vivo el recuerdo de ese pasado glorioso: “En este sitio de Barracas un visionario de la industria, Abel Saint, fundó El Águila. Homenaje a todos aquellos obreros que pusieron su esfuerzo en la empresa e hicieron para el barrio de Barracas uno de los más importantes lugares donde se cimentó el progreso de Buenos Aires”.

EL SECRETO DEL SUBMARINO
Sin dudas, Saint fue uno de los primeros en darse cuenta de que, para que la ciudad y el país crecieran, se necesitaba mucho más que vacas y granos. “Una empresa debe trascender a un hombre”, era uno de sus lemas, y sus herederos lo siguieron al pie de la letra, respetando también su intuición de que, para sobrevivir, era necesaria la diversificación de productos orientados al consumo masivo. Así, junto con el café, El Águila comenzó a comercializar distintos productos derivados del cacao, hasta encontrar su nicho en el “chocolate para taza”, necesario para uno de los hábitos alimenticios centrales de la dieta de los argentinos en la primera mitad del siglo XX. La leche con chocolate era una de las infusiones más populares de aquellos años, una costumbre que iba más allá de las clases sociales y que disfrutaban niños y adultos por igual. Si bien en cumpleaños, comuniones y en la celebración de las fechas patrias la taza de chocolate ocupaba un lugar central en la mesa, también constituía la bebida diaria más popular. El chocolate caliente era sabroso, nutritivo y accesible, tres valores que rara vez iban de la mano. Los Saint vieron allí una oportunidad y trabajaron arduamente hasta que El Águila logró un catálogo con diferentes presentaciones pensadas específicamente para ese momento, con productos que se destacaban por su capacidad de disolución y rendimiento. Junto con la famosa barra de chocolate, que aún hoy acompaña a los submarinos de numerosos bares, también estaba el Águila Express, que venía laminado en hojas y en escamas para lograr una chocolatada instantánea, y el Comprimido Águila, que nació para ser usado en tazas pequeñas pero terminó siendo una de las golosinas más populares en los kioscos.

El suceso con el chocolate para taza fue tan grande que la marca comenzó a extenderse mucho más allá de Buenos Aires. De hecho, ya en 1905 inauguraron una pequeña fábrica en Uruguay pero se afianzaron en todo el país y comenzaron a exportar productos a Paraguay. En 1923, los Saint cambiaron de razón social por Cafés Chocolates Águila y Productos Saint Hnos. S.A., institucionalizando la manera en la que los consumidores pedían en los puntos de venta: Águila en vez de El Águila. Tal como quería su fundador, se mantuvo la diversificación y llegaron a tener cien productos distintos, incluyendo caramelos, golosinas, bombones y hasta yerba mate. Algunas de sus marcas más populares eran las cajas de bombones Nec Plus Ultra, los Nougatines, el Chocolatín Friandise, diversos medallones de frutilla y menta, los Cigarritos de chocolate, el Bombón Colibrí –una delicia de coco, vainilla, menta y frutilla– y los Chocolatines Águila, muy populares entre los niños en las funciones de cine y de circo y con un característico payaso en un envoltorio. En 1930 se metió de lleno en el mercado de las cremas heladas industriales, toda una innovación para la época, con la marca Laponia. Ese nombre llegaría a la cima de la popularidad, medio siglo después, gracias a creaciones como Patalín, Fruti Dedo, Popsy y el recordado helado de crema con la forma del Topo Gigio.



LA REPOSTERÍA: UNA SALVACIÓN
Hasta la década del 70, el volumen de ventas se mantuvo muy alto y les permitió a los Saint contar con maquinaria de última generación en la fábrica de Barracas, que tenía autoabastecimiento de material para envasar, una imprenta que estampaba los envases y hasta una sastrería propia, en la que se confeccionaba la ropa del personal. En su mejor momento, los empleados llegaron a ser más de 1800 en turnos que cubrían las 24 horas y existía un centenar de sucursales para asegurar la distribución por todo el territorio nacional.

Pero, con el pasar del tiempo, las costumbres de los argentinos fueron cambiando y amenazaron la supervivencia de la empresa. No solo ya no se bebía tanto chocolate, sino que había nuevos y revolucionarios productos en polvo que eran imbatibles en términos de precio y practicidad. A fines de la década del 70 se formó un cóctel explosivo con los altos costos de las materias primas, la dificultad para importar maquinaria y la aparición de “la moda de lo diet”, que puso en el banquillo a las golosinas con chocolate. Acorralado por el fin de las condiciones que lo habían hecho líder durante casi un siglo, Águila decidió no dejarse vencer y comenzó a buscar un nuevo nicho sin dueño en el cual afianzarse y crecer. Para eso llevó adelante una extensa investigación de mercado –algo inusual para la época y mucho más para una marca con su tradición– y descubrió que eran numerosas las mujeres que querían acercarse a la repostería y a la preparación de postres pero que no tenían ni conocimientos ni tiempo. Así, la marca se propuso ser “la solución total para el ama de casa”, una nueva y ambiciosa meta, con una nueva imagen y una gama variada de productos, orientada a consumidores con mayor y menor grado de experiencia y tiempo de dedicación a la cocina. Para comunicar esta nueva etapa, adoptó el color rosa en sus paquetes, actualizó su logo modernizando a su otrora temeraria mascota y se metió de lleno en las tandas comerciales de la televisión, en donde hizo historia (ver recuadro).

El giro a tiempo le permitió a Águila liderar el segmento de la repostería hogareña y seguir creciendo, fiel al legado de Saint de mantenerse activo y diversificado. En 1993 fue adquirida por el grupo Arcor y profundizó ese camino, que aún recorre. El slogan, que se mantiene desde entonces, es que Águila es "el nombre del chocolate", una tradición que ya lleva más de 130 años y cuya vigencia se explica por la habilidad de haber podido cambiar a tiempo sin perder su esencia.

“DESDE QUE ERA ASÍ DE CHIQUITITO”
La estrategia publicitaria fue una de las claves del resurgimiento de Águila en los años ochenta. Con ingenio y sin formalidades, la marca le habló directamente al público masivo con un vocero inesperado: un mulato fanático del chocolate que había sido un niño rubio y cachetón antes de comenzar a usar los productos Águila en tortas, postres y galletitas. Creada por Raúl López Rossi para la agencia Ortiz Scopesi, la campaña del “negro de Águila” fue un verdadero suceso y su protagonista un ícono para la marca, que aún vive en la memoria de aquellos que veían televisión en 1982. La primera pieza, llamada “Fotografía”, fue finalista del prestigioso Clío de Nueva York en la categoría alimentos y las tres que le siguieron –“Familia”, “Novia” y “Submarino”– ganaron el galardón local Lápiz de Oro.

Por Martín Auzmendi y Tomás Balmaceda

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