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¿Qué relación existe entre un mejillón cenozoico y un Chardonnay del Valle de Uco? en El Blog De HIDALGO
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Existe un maridajes geológicos: y en este texto enciendo la imaginación para contar el vertiginoso relato de 110 millones de años servidos a la mesa.
Un mejillón común guarda una relación oculta y
profunda, más allá del maridaje evidente, con un Chardonnay de
Gualtallary. No lo saben los sommelier, ni lo intuyen a diario enólogos y
agrónomos. Es un tipo de maridaje de largo aliento, del que solo los
geólogos tienen la imaginación suficiente para encontrar el punto.
Porque entender la larga y curiosa relación que vincula a un mejillón y
un vino blanco de Uco, requiere de imaginación. Mucha imaginación y
algunos varios datos.
Para muchos de nosotros los mariscos son apetitosos bichos de mar que, por gracia de alguna receta, terminan en nuestro plato. Aromáticos y suculentos, con apetito de cazadores solemos prestarle más atención al músculo que al caparazón. Sin embargo, el tiempo le ha dado el rol protagónico a esa porción incomestible, dura como una roca y que, curiosamente, es de origen animal. Porque es en esa caparazón, en esa concha y en esas partes pétreas donde se esconde el secreto de un maridaje que escapa al gusto del chefs y la mirada de los especialistas. Y que sin embargo es el primer lugar donde un geólogo pondría el ojo. Claro: los geólogos tienen imaginación. Y eso es precisamente lo que hace falta para hilvanar la historia entre un molusco cenozoico y un Chardonnay contemporáneo.
El largo camino del caparazón
Fue hace millones de años en que sus historias comenzaron a cruzarse. Como en esas fábulas entre el destino y el destinado, podemos imaginar a un pariente remoto del mejillón que hoy tenemos en el plato, hundido en un océano azul como el que conocemos, pero hace exactamente 110 millones de años. Ese mejillón cenozoico filtra apaciblemente la arena en busca de alimento: cualquier cosas que le aporte nutrientes, que para el bicho es el secreto de su existencia y de la formación del caparazón.
Como él, otros tantos, miles, millones pueblan las aguas bajas de una playa a la vera de una cordillera incipiente. Comen, a falta de otro divertimento, para reproducir la especie y así asegurarse un lugar el podio de los seres ecológicamente viables en este planeta. Corren –y no lo saben ni intuye el mejillón- tiempos convulsos. Tiempos en que unas placas hundidas miles de metros bajo el lecho del océano, se desplazan con parsimonia geofísica unos pocos centímetros al año, pero con una determinación tal que formarán una cordillera que aún no acaba de formarse. Para cuando eso suceda, nuestro mejillón cenozoico habrá perecido y vuelto a nacer una incontable cantidad de veces. Tantas, como arena hay en las playas, granos que, dicho sea de paso, alguna vez también fueron montañas.
Y todos, cada uno de esos mejillones, habrá construido su caparazón con paciencia y dedicación. Desde el huevo se afanarán en generar una coraza para protegerse de los predadores. Coraza que crecerá hasta que, por ejemplo un pez voraz, acabe con él o bien, con algo más de suerte, muera con el cambio de marea una noche fatal en que otros tantos perecieron por la acción de un volcán que cambió el tono de las aguas, oscureció las playas y mandó a una fosa común a millones de mejillones parecidos a millones de otros mejillones. No una, miles de veces, a lo largo de cientos, miles de años. Y así, sin que los mejillones llegaran a saberlo, cada supuración de su piel, cada corteza creada para protegerse generó un cementerio de conchas que ya no protegen a nadie en el fondo del mar. Tantas son, y tan apiladas están, que las de arriba comprimen a las de abajo. Y todo eso, mientras la perseverancia de las placas tectónicas –la de Nazca, por ejemplo- se empecina en hundirse una bajo la otra.
}
Es un movimiento lento, invisible a los ojos del hombre, pero no a la imaginación de un geólogo. Las montañas crecen imperceptiblemente cada año, cada mil años otro tanto y un poco más con cada cambio de era. Sobre ellas se deposita el hielo y el viento y el calor y el frío las rompen en miles de pedazos, hasta convertirlas en granos de arena que vuelven al mar y que, sin proponérselo, cubren los caparazones ya irreconocibles de los mejillones. Y así, cada día, ciclos tras ciclo, a lo largo de miles, millones de años.
Hasta que ese lento moverse de las placas toca al cementerio de bivalvos. Los aprisiona y presiona al tiempo que ejerce sobre ellos una fuerza devastadora y paciente. Esos caparazones, que en otro tiempo podrían haber sido reconocibles, se deforman, se tuercen bajo la fuerza y el calor de la tierra, y desaparecen en una sola masa informe. Masa que se compacta al punto de formar una roca dura y blanca como el mármol, que algún día decorará en estatuas el comedor de miles de restaurantes, como este en que reposa una botella de vino y humean los mejillones en su cazuela de barro.
Y si eran miles, millones de caparazones acumulados durante miles, millones de años, al cabo lo que obtiene la fuerza de la tierra es una extensión sin límite para los ojos de un hombre, de un espesor exagerado para las manos del hombre, que aflora con las eras en algún rincón de Los Andes empujado por las mismas fuerzas que lo crearon. Porque así son los ciclos del mundo: lo que estuvo sumergido, algún día, no lo estará más, y viceversa.
Y entonces vuelve el agua. Ahora es nieve, es hielo, es lluvia. Se arrastra sobre esa roca blanca, irreconocible en un punto de una geografía ignota que hoy forma un estrato, similar a los anillos del corazón de un árbol, aunque perdido entre los cerros. Ese agua lenta, parsimoniosamente gasta la veta blanca y se lleva sus moléculas pendiente abajo. Es curioso: porque son moléculas que formó un ser vivo bajo el agua, que ahora se las lleva sin vida el agua. Pero las arrastra al fin: primero como moléculas, luego, cuando cobra fuerza, como microscópicas partículas que se las lleva por arrastre. Y así, con el tiempo, tampoco a escala de los hombres, sino de la naturaleza, mientras que en el océano miles, millones de bivalvos forma nuevas capas de caparazones, en la cordillera el agua busca devolver esos nutrientes al mar.
Mientras esa agua aflora a la llanura, cargada con la violencia de los torrentes y el chocar de las piedras, ahí, donde pierde velocidad, un río, el Tunuyán o el de Las Tunas, por ejemplo, deposita como hace el viento, como harían los mejillones en la orilla, como podría hacer la lluvia con sus gotas, las finas partículas que arrastra su cause desde cordillera adentro. Lo hace a lo largo de siglos, milenios, un puñado de millones de años. Y a cada paso, deposita las sales y minerales en la llanura, en un lugar desértico y tan remoto para el mar que parece un cuento fantástico, de ciencia ficción, el viaje a otra galaxia y otro tiempo.
De la roca el vino
Y al cabo, un día, aparece elchombre. Nadie lo ha visto por aquí antes. Ni por la orilla del mar. Es un ser curioso, no lleva otra protección que la piel –blanda como la de un mejillón desnudo-. El hombre viene buscando algo para cazar. No es como el bivalvo, que filtra en paz. El hombre sabe hacer. Y hace. En ese hacer pasan diez mil años, un pestañeo en tiempos de la tierra, y el hombre planta al pie de los cerros una enredadera extraña traída de otro continente. Y afirman con orgullo que esa planta extrae el alma del suelo.
Así, en la llanura donde hoy transitan los ríos que descienden de Los Andes, un antepasado nuestro dio el paso inicial para que ahora esa roca vuelva a ser líquido, y tenga el carácter impreso del océano de hace millones de años. Ahí está el vino para dar testimonio. Agua extraída de las rocas, donde el mismo agua depositó los carbonatos que nacieron de miles, millones de seres vivos. Y que es otra vez la vida la que vuelve a convertir, ahora ascendiendo desde las raíces, colándose por el sistema vascular de la vid, hasta llegar a las hojas y volver a ver el mismo sol de otro tiempo. Parece un milagro, pero no lo es. Sucede a diario, en cada rincón del planeta. Y ahora mismo, en Gualtallary, en Vistaflores, en San Pablo una vid extrae del suelo los carbonatos que alguna vez fueron creados por un mejillón cenozoico y que ahora, puestos en un grano de uva, llegarán como vino a una mesa porteña, otra de Oslo o Shanghai.
Es exactamente en este punto donde los bebedores nos transformamos en protagonistas de esta saga. Porque al probar el vino, al paladearlo y encontrar que en su textura de tiza –polvorosa y apenas seca, como la sensación que deja la boca borrar un pizarrón- el trazo del mismo mejillón que tenemos en el plato, se cierra uno de esos círculos que maravillan a los hombres y a los que la naturaleza está acostumbrada: 110 millones de años después, podemos tener una noción del mundo de entonces al beber una copa. Y de ese maridaje son los geólogos los únicos con la imaginación suficiente para darse cuenta que, entre un vino blanco, aromático y espléndido, y ese mejillón que humea en el plato, hay una relación más que hedónica. Se trata, una vez más, del ciclo que va de la nada hacia la nada, y en donde el cosmos y su materia hacen del tránsito terreno algo celestial. Tanto, que al darnos cuenta, podemos sentirnos parte de un todo, de un misterioso todo, que también encierra al vino.
Para muchos de nosotros los mariscos son apetitosos bichos de mar que, por gracia de alguna receta, terminan en nuestro plato. Aromáticos y suculentos, con apetito de cazadores solemos prestarle más atención al músculo que al caparazón. Sin embargo, el tiempo le ha dado el rol protagónico a esa porción incomestible, dura como una roca y que, curiosamente, es de origen animal. Porque es en esa caparazón, en esa concha y en esas partes pétreas donde se esconde el secreto de un maridaje que escapa al gusto del chefs y la mirada de los especialistas. Y que sin embargo es el primer lugar donde un geólogo pondría el ojo. Claro: los geólogos tienen imaginación. Y eso es precisamente lo que hace falta para hilvanar la historia entre un molusco cenozoico y un Chardonnay contemporáneo.
El largo camino del caparazón
Fue hace millones de años en que sus historias comenzaron a cruzarse. Como en esas fábulas entre el destino y el destinado, podemos imaginar a un pariente remoto del mejillón que hoy tenemos en el plato, hundido en un océano azul como el que conocemos, pero hace exactamente 110 millones de años. Ese mejillón cenozoico filtra apaciblemente la arena en busca de alimento: cualquier cosas que le aporte nutrientes, que para el bicho es el secreto de su existencia y de la formación del caparazón.
Como él, otros tantos, miles, millones pueblan las aguas bajas de una playa a la vera de una cordillera incipiente. Comen, a falta de otro divertimento, para reproducir la especie y así asegurarse un lugar el podio de los seres ecológicamente viables en este planeta. Corren –y no lo saben ni intuye el mejillón- tiempos convulsos. Tiempos en que unas placas hundidas miles de metros bajo el lecho del océano, se desplazan con parsimonia geofísica unos pocos centímetros al año, pero con una determinación tal que formarán una cordillera que aún no acaba de formarse. Para cuando eso suceda, nuestro mejillón cenozoico habrá perecido y vuelto a nacer una incontable cantidad de veces. Tantas, como arena hay en las playas, granos que, dicho sea de paso, alguna vez también fueron montañas.
Y todos, cada uno de esos mejillones, habrá construido su caparazón con paciencia y dedicación. Desde el huevo se afanarán en generar una coraza para protegerse de los predadores. Coraza que crecerá hasta que, por ejemplo un pez voraz, acabe con él o bien, con algo más de suerte, muera con el cambio de marea una noche fatal en que otros tantos perecieron por la acción de un volcán que cambió el tono de las aguas, oscureció las playas y mandó a una fosa común a millones de mejillones parecidos a millones de otros mejillones. No una, miles de veces, a lo largo de cientos, miles de años. Y así, sin que los mejillones llegaran a saberlo, cada supuración de su piel, cada corteza creada para protegerse generó un cementerio de conchas que ya no protegen a nadie en el fondo del mar. Tantas son, y tan apiladas están, que las de arriba comprimen a las de abajo. Y todo eso, mientras la perseverancia de las placas tectónicas –la de Nazca, por ejemplo- se empecina en hundirse una bajo la otra.
}
Es un movimiento lento, invisible a los ojos del hombre, pero no a la imaginación de un geólogo. Las montañas crecen imperceptiblemente cada año, cada mil años otro tanto y un poco más con cada cambio de era. Sobre ellas se deposita el hielo y el viento y el calor y el frío las rompen en miles de pedazos, hasta convertirlas en granos de arena que vuelven al mar y que, sin proponérselo, cubren los caparazones ya irreconocibles de los mejillones. Y así, cada día, ciclos tras ciclo, a lo largo de miles, millones de años.
Hasta que ese lento moverse de las placas toca al cementerio de bivalvos. Los aprisiona y presiona al tiempo que ejerce sobre ellos una fuerza devastadora y paciente. Esos caparazones, que en otro tiempo podrían haber sido reconocibles, se deforman, se tuercen bajo la fuerza y el calor de la tierra, y desaparecen en una sola masa informe. Masa que se compacta al punto de formar una roca dura y blanca como el mármol, que algún día decorará en estatuas el comedor de miles de restaurantes, como este en que reposa una botella de vino y humean los mejillones en su cazuela de barro.
Y si eran miles, millones de caparazones acumulados durante miles, millones de años, al cabo lo que obtiene la fuerza de la tierra es una extensión sin límite para los ojos de un hombre, de un espesor exagerado para las manos del hombre, que aflora con las eras en algún rincón de Los Andes empujado por las mismas fuerzas que lo crearon. Porque así son los ciclos del mundo: lo que estuvo sumergido, algún día, no lo estará más, y viceversa.
Y entonces vuelve el agua. Ahora es nieve, es hielo, es lluvia. Se arrastra sobre esa roca blanca, irreconocible en un punto de una geografía ignota que hoy forma un estrato, similar a los anillos del corazón de un árbol, aunque perdido entre los cerros. Ese agua lenta, parsimoniosamente gasta la veta blanca y se lleva sus moléculas pendiente abajo. Es curioso: porque son moléculas que formó un ser vivo bajo el agua, que ahora se las lleva sin vida el agua. Pero las arrastra al fin: primero como moléculas, luego, cuando cobra fuerza, como microscópicas partículas que se las lleva por arrastre. Y así, con el tiempo, tampoco a escala de los hombres, sino de la naturaleza, mientras que en el océano miles, millones de bivalvos forma nuevas capas de caparazones, en la cordillera el agua busca devolver esos nutrientes al mar.
Mientras esa agua aflora a la llanura, cargada con la violencia de los torrentes y el chocar de las piedras, ahí, donde pierde velocidad, un río, el Tunuyán o el de Las Tunas, por ejemplo, deposita como hace el viento, como harían los mejillones en la orilla, como podría hacer la lluvia con sus gotas, las finas partículas que arrastra su cause desde cordillera adentro. Lo hace a lo largo de siglos, milenios, un puñado de millones de años. Y a cada paso, deposita las sales y minerales en la llanura, en un lugar desértico y tan remoto para el mar que parece un cuento fantástico, de ciencia ficción, el viaje a otra galaxia y otro tiempo.
De la roca el vino
Y al cabo, un día, aparece elchombre. Nadie lo ha visto por aquí antes. Ni por la orilla del mar. Es un ser curioso, no lleva otra protección que la piel –blanda como la de un mejillón desnudo-. El hombre viene buscando algo para cazar. No es como el bivalvo, que filtra en paz. El hombre sabe hacer. Y hace. En ese hacer pasan diez mil años, un pestañeo en tiempos de la tierra, y el hombre planta al pie de los cerros una enredadera extraña traída de otro continente. Y afirman con orgullo que esa planta extrae el alma del suelo.
Así, en la llanura donde hoy transitan los ríos que descienden de Los Andes, un antepasado nuestro dio el paso inicial para que ahora esa roca vuelva a ser líquido, y tenga el carácter impreso del océano de hace millones de años. Ahí está el vino para dar testimonio. Agua extraída de las rocas, donde el mismo agua depositó los carbonatos que nacieron de miles, millones de seres vivos. Y que es otra vez la vida la que vuelve a convertir, ahora ascendiendo desde las raíces, colándose por el sistema vascular de la vid, hasta llegar a las hojas y volver a ver el mismo sol de otro tiempo. Parece un milagro, pero no lo es. Sucede a diario, en cada rincón del planeta. Y ahora mismo, en Gualtallary, en Vistaflores, en San Pablo una vid extrae del suelo los carbonatos que alguna vez fueron creados por un mejillón cenozoico y que ahora, puestos en un grano de uva, llegarán como vino a una mesa porteña, otra de Oslo o Shanghai.
Es exactamente en este punto donde los bebedores nos transformamos en protagonistas de esta saga. Porque al probar el vino, al paladearlo y encontrar que en su textura de tiza –polvorosa y apenas seca, como la sensación que deja la boca borrar un pizarrón- el trazo del mismo mejillón que tenemos en el plato, se cierra uno de esos círculos que maravillan a los hombres y a los que la naturaleza está acostumbrada: 110 millones de años después, podemos tener una noción del mundo de entonces al beber una copa. Y de ese maridaje son los geólogos los únicos con la imaginación suficiente para darse cuenta que, entre un vino blanco, aromático y espléndido, y ese mejillón que humea en el plato, hay una relación más que hedónica. Se trata, una vez más, del ciclo que va de la nada hacia la nada, y en donde el cosmos y su materia hacen del tránsito terreno algo celestial. Tanto, que al darnos cuenta, podemos sentirnos parte de un todo, de un misterioso todo, que también encierra al vino.
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