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A los italianos les gusta la comida. Por eso, cuando
uno visita un restaurante italiano que pone todo sobre la mesa, le queda
la sensación de haber llegado al lugar correcto. Eso pasa con María
Fedele, el curioso restaurante de la Asociación Nacional Italiana,
ubicado en el corazón de Montserrat y al que se accede sólo si se tiene
el dato de su existencia. Si por la fachada fuera, pasarías de largo
una y otra vez.
Distinto es si estás al tanto y tocás timbre. Porque un instante después te abre un mozo, que te conduce por el amplio pasillo de la antigua institución, al que en otro tiempo debió ser el salón de baile, ahora iluminado a media luz y con espaciosas mesas. Y ese es ya un primer dato: ¿por qué mesas tan grandes? La razón está en el menú, que es fijo y consta de una antipasto tan nutrido en platitos como rico, dos principales y el postre, que esconde sus secretos. El punto es que, cuando todo eso se despliega, hace falta espacio. Mucho espacio.
El concepto es conocido en la ciudad, precisamente por otras propuestas italianas, como la de Guido. Con la salvedad de que en este sabés cuánto vas a comer y cuánto a pagar. Sin embargo, la verdadera diferencia está en la atención y en una cocina llena de cuidados detalles. Creación del cocinero Ariel Paoletti y su hermano Sergio, que están uno en las hornallas y el otro en el salón, María Fedeles abrió hace unos pocos meses en este, su nuevo lugar, después de probar el éxito en un pequeñito rincón de San Telmo.
Cocinan de miércoles a sábado y sólo se asiste con reservas, lo que es un dato menor. Nosotros fuimos un miércoles y llegamos a las 22 horas. Y si no hubiera sido por la reserva, nos quedábamos afuera. Como nadie decide qué comer, sino que el menú viene ya prearmado, la gente conversa desde el vamos, un poco a medios tonos y otro poco a viva voz, lo que genera una atmósfera cordialmente conspirativa, de cuchicheos y confidencias, aunque una música constante matiza el efecto.
La hora de los platos
Todo se detiene con los primeros bocados. El mozo –por cierto, un tipo atento- empieza a depositar en la mesa una docena de pequeños y no tan pequeños platos, en los que hay, por citar algunos: berenjenas blanqueadas en vinagre, morrones asados con oliva y ajo –una delicia-, polenta con espinaca y queso, jamón crudo, chorizo con pomodoro y perejil –el chorizo con un raro toque anisado-, olivas y un largo etcétera que quita el aliento. Todo hecho en casa, salvo los fiambres, claro está. Destacable, a mi juicio, el buen aceite de oliva que usan. Algo no tan frecuente en la restauración.
Luego, el principal: la pasta rellena, que ese día fueron unos caramelis –literalmente una envoltura como de caramelos- rellenos ricota y espinaca, donde había sin duda un lejanísimo trazo de clavo de olor que le daba un tono especial, exótico. Y como si fuera poco, para que degustáramos, algo que también sucedía en otras mesas, unos capeletis de cerdo, con salsa roja levemente picante, que estaban deliciosos.
Sin haber terminado ni el antipasto ni el principal, luego de retirar todo y dejar el mantel limpio, llegó el segundo plato. Un contundente risotto de hongos con endivias y, para más datos, una loncha de panceta fundente enrollada a modo de capitel. Bien el punto del arroz, crocante, y el sabor de los hongos y el caldo estaban logrados. Aunque a esta altura, una cucharada fue poco más de lo que comimos.
Postres y vinos
Fue en al degustación de postres donde tuve mi mayor sorpresa. Si hasta aquí habíamos probado platos más o menos conocidos, con el postre aparecieron cosas raras a mi paladar. De los casi 12 elementos que componían el postre –que casi no probé más allá de un picoteo de rigor- me detuve frente a dos panificados que me eran de aspecto conocido y desconocidos en su sabor. Uno era la Soglia de cresanta, una suerte de vigilante con membrillo en su interior y chocolate blanco derretido encima, a modo de almíbar. Algo que, más allá de su contundencia, tenía una masa finamente elaborada y fundente. El otro, una Sfogliatela napolitana, una masa tipo milhojas de un finísimo hojaldre, con azúcar impalpable y la mejor crema pastelera que haya comido nunca en su interior. Simplemente, fascinante. Deberían venderlas como facturas para los oficinistas de la zona.
Para cerrar, una rica grapa de duraznos.
En materia de vinos, la carta es no convencional. Y apuestan por rarezas del pizarrón, que no son muy conocidas para el público, pero que al ojo conocedor le suenan y bien. Por ejemplo, Ave Malbec, Villafañe Malbec, Séptima Gran Reserva y el raro Panuncio Malbec ($130), que probamos, y al que en plan hacer rendir el billete, cumple holgadamente su cometido.
Y hablando de billetes, ¿cuándo costó la cena? Por todo lo que se nos ofreció, y por el servicio, 210 pesos + bebida no parece un número loco, comparado con cualquier oferta en otros restaurantes en los que no bajás de 150 mangos por plato y con cubierto y bebida, cerrás más plata por un bife de chorizo. O sea, si el plan es comer rico y abundante, tener una cena distendida y conversar largamente hasta acabar los vinos, tenés en María Fedele una visita pendiente. Más si la idea es ir en parejas o amigos con ganas de conversar en una larga y nutrida mesa.
Reservá en www.ristorantemariafedele.com o por el (11) 4381-2233
Distinto es si estás al tanto y tocás timbre. Porque un instante después te abre un mozo, que te conduce por el amplio pasillo de la antigua institución, al que en otro tiempo debió ser el salón de baile, ahora iluminado a media luz y con espaciosas mesas. Y ese es ya un primer dato: ¿por qué mesas tan grandes? La razón está en el menú, que es fijo y consta de una antipasto tan nutrido en platitos como rico, dos principales y el postre, que esconde sus secretos. El punto es que, cuando todo eso se despliega, hace falta espacio. Mucho espacio.
El concepto es conocido en la ciudad, precisamente por otras propuestas italianas, como la de Guido. Con la salvedad de que en este sabés cuánto vas a comer y cuánto a pagar. Sin embargo, la verdadera diferencia está en la atención y en una cocina llena de cuidados detalles. Creación del cocinero Ariel Paoletti y su hermano Sergio, que están uno en las hornallas y el otro en el salón, María Fedeles abrió hace unos pocos meses en este, su nuevo lugar, después de probar el éxito en un pequeñito rincón de San Telmo.
Cocinan de miércoles a sábado y sólo se asiste con reservas, lo que es un dato menor. Nosotros fuimos un miércoles y llegamos a las 22 horas. Y si no hubiera sido por la reserva, nos quedábamos afuera. Como nadie decide qué comer, sino que el menú viene ya prearmado, la gente conversa desde el vamos, un poco a medios tonos y otro poco a viva voz, lo que genera una atmósfera cordialmente conspirativa, de cuchicheos y confidencias, aunque una música constante matiza el efecto.
La hora de los platos
Todo se detiene con los primeros bocados. El mozo –por cierto, un tipo atento- empieza a depositar en la mesa una docena de pequeños y no tan pequeños platos, en los que hay, por citar algunos: berenjenas blanqueadas en vinagre, morrones asados con oliva y ajo –una delicia-, polenta con espinaca y queso, jamón crudo, chorizo con pomodoro y perejil –el chorizo con un raro toque anisado-, olivas y un largo etcétera que quita el aliento. Todo hecho en casa, salvo los fiambres, claro está. Destacable, a mi juicio, el buen aceite de oliva que usan. Algo no tan frecuente en la restauración.
Luego, el principal: la pasta rellena, que ese día fueron unos caramelis –literalmente una envoltura como de caramelos- rellenos ricota y espinaca, donde había sin duda un lejanísimo trazo de clavo de olor que le daba un tono especial, exótico. Y como si fuera poco, para que degustáramos, algo que también sucedía en otras mesas, unos capeletis de cerdo, con salsa roja levemente picante, que estaban deliciosos.
Sin haber terminado ni el antipasto ni el principal, luego de retirar todo y dejar el mantel limpio, llegó el segundo plato. Un contundente risotto de hongos con endivias y, para más datos, una loncha de panceta fundente enrollada a modo de capitel. Bien el punto del arroz, crocante, y el sabor de los hongos y el caldo estaban logrados. Aunque a esta altura, una cucharada fue poco más de lo que comimos.
Postres y vinos
Fue en al degustación de postres donde tuve mi mayor sorpresa. Si hasta aquí habíamos probado platos más o menos conocidos, con el postre aparecieron cosas raras a mi paladar. De los casi 12 elementos que componían el postre –que casi no probé más allá de un picoteo de rigor- me detuve frente a dos panificados que me eran de aspecto conocido y desconocidos en su sabor. Uno era la Soglia de cresanta, una suerte de vigilante con membrillo en su interior y chocolate blanco derretido encima, a modo de almíbar. Algo que, más allá de su contundencia, tenía una masa finamente elaborada y fundente. El otro, una Sfogliatela napolitana, una masa tipo milhojas de un finísimo hojaldre, con azúcar impalpable y la mejor crema pastelera que haya comido nunca en su interior. Simplemente, fascinante. Deberían venderlas como facturas para los oficinistas de la zona.
Para cerrar, una rica grapa de duraznos.
En materia de vinos, la carta es no convencional. Y apuestan por rarezas del pizarrón, que no son muy conocidas para el público, pero que al ojo conocedor le suenan y bien. Por ejemplo, Ave Malbec, Villafañe Malbec, Séptima Gran Reserva y el raro Panuncio Malbec ($130), que probamos, y al que en plan hacer rendir el billete, cumple holgadamente su cometido.
Y hablando de billetes, ¿cuándo costó la cena? Por todo lo que se nos ofreció, y por el servicio, 210 pesos + bebida no parece un número loco, comparado con cualquier oferta en otros restaurantes en los que no bajás de 150 mangos por plato y con cubierto y bebida, cerrás más plata por un bife de chorizo. O sea, si el plan es comer rico y abundante, tener una cena distendida y conversar largamente hasta acabar los vinos, tenés en María Fedele una visita pendiente. Más si la idea es ir en parejas o amigos con ganas de conversar en una larga y nutrida mesa.
Reservá en www.ristorantemariafedele.com o por el (11) 4381-2233
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