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Restaurantes jurásicos: la otra cara de la gastronomía



Generaciones de porteños pasaron por sus mesas. Casi sin renovarse, todavía cosechan fieles. Son clásicos, anacrónicos y a veces decadentes, pero se mantienen estoicos. Vale la pena conocerlos.
 

No creas que fuiste vos y tus amigos los que inventaron las salidas fashion. Tus ancestros ya lo hacían e iban a boliches que en su momento eran vanguardistas, con platos que hoy nos provocan risa pero que para ellos eran el súmmum de la sofisticación. Los pisos y escalones de estos museos gastronómicos, hoy combados y gastados, alguna vez estuvieron flamantes y sobre ellos caminaban varones engominados y mujeres con capelinas. Son, ni más ni menos, aquellos lugares donde noviaban tus abuelos, que aún sobreviven y tienen una fuerte identidad propia. De acuerdo a la máxima de Coco Chanel, “la moda pasa, el estilo jamás”. Te invitamos a conocer nueve restaurantes con olor a naftalina que, por demodés, tienen toda la onda.

LIGURE
El menguante Ligure conoció tiempos mejores pero sigue en pie. Inauguró en 1933 en la zona de Tribunales, aunque hace ya cinco décadas se mudó a Retiro, sobre la calle Juncal. Por sus mesas pasaron personajes de la talla de Borges (que no era exactamente un gourmet) y Gina Lollobrigida. Cuenta con 130 cubiertos distribuidos en dos salones de iluminación mortecina, decorados con elementos náuticos que le dan cierto bouquet marino, porque a fin de cuenta los genoveses fueron grandes navegantes. Hasta no hace mucho había que hacer cola para sentarse a comer, pero la clientela, lenta e inexorablemente, se ha escapado como arena entre los dedos. “Es que ahora se come menos, más liviano y hay más competencia”, argumenta Carlos Castro, uno de los socios. Todavía se pueden probar las especialidades de la casa como el bocatto di cardenale, unos escalopes de lomo envueltos en jamón crudo y saltados al coñac, además de la pascualina de alcauciles, invento ligur por excelencia. La experiencia cuesta 150 pesos.
(Juncal 855, Retiro / T. 4394-8226)

EL PALACIO DE LA PAPA FRITA
Es otro bastión de la nostalgia cuyos clientes peinan canas. A pesar de la crisis de los cines de la calle Lavalle, el Palacio de la Papa Frita, institución que ya tiene medio siglo, ofrece jugosos bifes de chorizo de novillo de exportación y unas papas fritas soufflé deliciosas, infladas como zeppelines (el secreto está en el corte de la papa, la mezcla del aceite y la fritura en tres temperaturas distintas). Frondizi, Illia, Celia Cruz, Piazzola, Luis Aguilé y Julio Iglesias son algunos de los comensales que abrevaron por este local de 200 cubiertos, revestido con boiserie y atendido por unos mozos irreprochables pero que parecen salidos del museo de cera de Madame Tussauds. También sirven reliquias gastronómicas como escalopes al Marsala, suprema a la Kiev, peras al borgoña y manzana asada. El costo por persona ronda los 100 pesos.
(Av. Corrientes 1612, Centro / T. 4393-5849)

ZUM EDELWEISS
“Aquí vienen (con sus nietos) abuelos que a su vez venían con sus abuelos”, asiente Bruno Nasciarelli, cuarta generación de Zum Edelweiss, una de las pocas bierhaus porteñas que se conserva admirablemente. Abrió en 1907 y hoy es un verdadero destello del pasado, porque cuando uno cruza su puerta da un salto en el tiempo. La boiserie oscura, boxes, vitraux y panoplias con cornamentas de ciervo hacen de esta cervecería un museo culinario. La carta ofrece buena parte de esos maravillosos y olvidados platos como lomo Eduardo VII, chucrut garnie o suprema a la Maryland. Nada de sutilezas minimalistas: cocina pura y dura de la vieja escuela. Zum Edelweiss continúa siendo una fija para ir a comer después del Colón; luego de las funciones de Gran Abono, no es raro encontrarse con hombres vestidos con smoking y mujeres de largo, cual espectros salidos de la Belle Epoque. El costo por barba ronda los 120 pesos.
(Libertad 431, Tribunales / T. 4382-4175)

PALACIO ESPAÑOL
¡Oh, sorpresa! El que fuera el lúgubre comedor del Palacio Español está impecablemente restaurado. En la antítesis del anodino minimalismo palermitano se encuentra este salón centenario plagado de frisos y molduras doradas, refulgente, un auténtico representante del neoclasicismo catalán. Es un lugar ideal para pasar por excéntrico y aturdir a tu pareja. Porque a pesar de los oropeles, el conjunto denota un supino buen gusto. Se destacan las arañas de alabastro y un magnífico cuadro de la batalla de Lepanto, obra de Justo Ruiz de Luna. La cocina es clásica: cochinillo al estilo segoviano, paella, callos a la madrileña, cocido gallego y raxo (escalope de cerdo cocido al vino tinto). La experiencia culinaria ronda los 160 pesos.
(Bernardo de Irigoyen 180, Monserrat / T. 4334-4876)

CENTRO VASCO FRANCES
Una larga y percudida escalera de mármol lleva a un primer piso, donde el comensal se topa con la foto en blanco y negro de los fundadores de la institución, de rostro grave y nombres impronunciables, flanqueada por las banderas argentina y vasca. Si se gira a la derecha se llega a un gran salón, rústico, de techos altísimos, ruidoso, machazo, al igual que su cocina, no apta para estómagos ulcerosos ni para mujeres en plan de dieta. ¡Claro, si en el ambiente se respira el aceite y el ajo!, que al decir de Robert Duvall “huele a victoria”. Allí se come piperrada (revuelto de jamón frito con morrones), chipirones en su tinta, setas a la plancha, bacalao en múltiples versiones, deliciosos arroces y un abadejo al ajoarriero cuyos efluvios son capaces de tumbar a un buey. La comida se puede coronar con una copa de brandy o pacharán. Comer cuesta alrededor de 150 pesos.
(Moreno 1370, Monserrat / T. 4381-5415)

MUNICH RECOLETA
Otro representante de la vieja guardia es la Munich Recoleta, con más de 70 años en su haber. Comer allí es un viaje en el túnel del tiempo ya que uno bien podría estar en la Viena de entreguerras. No obstante, algunos espíritus sensibles se impresionan debido a la atenta mirada del zoológico que cuelga de sus paredes formado por renos, ciervos, búfalos, antílopes y jabalíes disecados. Ultimamente el principal idioma que se escucha es el portugués, aunque la cocina sigue siendo criolla: bife de chorizo con ensalada de berros, ravioles a la parisienne y un excelente revuelto Gramajo son los platos más tradicionales de la casa. También se puede despuntar cerveza tirada en chopp, balón o tanque. Comer en la Munich sale unos 120 pesos.
(Roberto M. Ortiz 1871, Recoleta / T. 4804-3981)

CONFITERIA LAS VIOLETAS
La Confitería Las Violetas cuenta con uno de los salones más interesantes de Buenos Aires. Data de 1884 (aunque fue remodelada en 1920) y sus pisos de mármol italiano, puertas curvas, vitraux y exquisita marquetería tienen un indudable bouquet proustiano. Pero allí acaba la cosa, porque entre sus mesas nadie se va a encontrar con Charles Swann o la duquesa de Guermantes, personajes que difícilmente uno hubiera encontrado en el barrio de Almagro. Aún sirven platos de ascendencia “escoffieriana”, como la blanquette de pollo y el lomo al Oporto. Para tomar el té preparan un “collage gastronómico” llamado María Callas, un plato rebosante de sándwiches de miga, torta, budín, pan dulce, masitas, fosforitos y tostadas con mermelada y manteca. Ironías aparte, Las Violetas forma parte del ABC gastronómico de la Ciudad y bien merece una visita. Cuesta unos $120 per capita.
(Av.Rivadavia 3899, Caballito / T. 4958-7387)

ARTURITO
Imposible imaginarse un boliche más céntrico, a tiro de piedra del Obelisco, en pleno ombligo de Buenos Aires. En un vértice de la avenida Corrientes está Arturito (antigua tanguería Marzotto), donde en 1942 debutó Piazzola como solista. Marzotto cerró en 1950 y un tal Torres abrió un restaurante con el nombre de su primogénito: Arturo. Este local rectangular casi no ha sufrido cambios desde entonces. Tiene unos 160 cubiertos y está iluminado por unos faroles de brazo muy particulares. La cocina es sencilla, de corte porteño. El bife de chorizo es un histórico de la casa, así como las pastas rellenas. No se puede pedir mucho más. Los mozos son parte del inventario, al igual que no pocos clientes que desde hace décadas tienen asistencia perfecta. La telúrica experiencia sale $120, aproximadamente.
(Av. Corrientes 1124, Centro / T. 4382-0227)

LUIGI
Si entendemos el kitsch como una virtud que caracteriza al término medio, según palabras de Abraham Moles, seguramente lo identificaremos con Luigi. Efectivamente, es el restaurante arquetípico de la pequeña y declinante clase media donde todo es conveniente y tranquilizador. Más allá de estas consideraciones, a fin de cuentas accidentales, Luigi tiene lo suyo: el pollo a la calabresa es una especialidad que vale la pena probar. También hacen fusilli al fierrito con salsa scarparo, ranas al chupín y una generosa cazuela de mariscos. Comer en Luigi ronda los 140 pesos por cabeza.
(Pringles 1210, Villa Crespo / T. 4864-2303)

Por Luis Lahitte

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