Echale la culpa a la crisis nomás por Norman Rozenthal


En lo que va de 2011 cerraron casi la misma cantidad de restaurantes que en todo el 2010. Sí, así como leés. El año pasado cerraron en total 212 en toda la Capital Federal. Y este año, cuando aun corre agosto, ya son 210 los que bajaron las persianas.
El número, inquietante por cierto, deja mucha tela para cortar. Y aunque para varios el “efecto dominó” es un signo de los embates de la crisis, hay un porqué más de por acá y sencillo que nada tiene que ver con el casi default de los Estados Unidos.

Digámoslo con todas las letras: la gran mayoría de los locales cierra porque no cuenta con una propuesta consistente. Sufren de camaleonismo, como los maxikioskos que un mes suman una fotocopiadora y en el siguiente dos cabinas de teléfono. Al año se convierten en una romería, tal como terminan siendo algunos experimentos gastronómicos: especialistas en todo y nada. Se soñó como parrilla y terminó siendo uno de sushi. Si triunfa merece una página en el Guinness.
Cierran en masa porque tienen precios altos, altísimos. Uno paga en euros cuando por el servicio que ofrecen debiera pagar en australes. Sillas bonitas pero incómodas, mesas amontonadas y diálogos imposibles de preservar en privado. En decenas de lugares se precisa llevar bengalas para que el mozo se digne a tomar el pedido. Una odisea.

También está el karma de volverlo todo una paquetería. Tremendo. Los tipos no saben un pomo, pero abrís la carta y creés que el colectivo te dejó en París. Después te llega el plato y la realidad te pega un cachetazo que ni el pingüino de Halls hubiera podido dar mejor. Mientras juntás el efectivo te jurás que la próxima pasás por un Auto Mc y chau picho.
Ni que hablar del asunto de estar en Palermo o me caigo del mapa. ¿Y Recoleta? ¿Y el Centro? ¿Y Barrio Norte? ¿Hace falta que estén todos apretujados en Palermo? ¿Eso no complica aún más las cosas? Se preocupan por estar ahí, de pagar un alquiler caro, de aparecer en esos folletines de colores y el resto…bien gracias.

Y fundamentalmente no saben comprar. Compran de más, de menos. No saben. Y se nota. Se nota que son un grupito de amigos que se envalentonaron y creyeron que contratando un arquitecto y un ñato que les hiciera prensa no podían fallar. Pero con eso no basta.
En suma, la mala atención, el jeroglífico por carta, el pleno desesperado a Palermo, son caras de una misma moneda: la de la improvisación, la de la apuesta a ciegas. Y, ciertamente, la gastronomía va mucho más allá. Es puesta en escena, clima, buena comida (por supuesto), buen trato, comodidad y mil detalles más. Es profesionalidad puesta al servicio de la propuesta buscada.
De lo contrario, la selección natural darwiniana hace lo suyo y barre con todo. Aniquila amateurs que colgaron banderines por doquier; a los románticos bienintencionados que intuyen poder incursionar fácilmente en el rubro porque hacen los asados en el country; a los que saltaron del parri-pollo a la cancha de paddle, del locutorio al cyber y de ahí al cup cake; a los que creen que solo poniendo afuera una pizarra con el menú del día tienen cubierta la cuota cool.

Como bien dijo un encumbrado secretario de Comercio, “el que sabe sabe y el que no es consultor”. Así es que, desde este humilde rincón, queremos elevar un ruego, que por cierto no tendrá su grupo en facebook ni mucho menos un hashtag en twitter. Antes de abrir un restaurant, pensalo dos veces por favor. No sea cosa que después termines echándole la culpa de todo a la crisis.
Norman Rozenthal @elchueco
Quiso ser economista, con suerte algún día será politólogo.
Quiso ser cinturón negro, apenas llegó a naranja.
Quiso ser el cuatro de Boca, ni los amigos lo invitan a jugar un picado.
No le importa. Al tipo le basta viendo una gambeta de Messi o comiendo fainá y muzzarella acodado a la barra.
No pide postre, pide fresco y batata.

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