INTERNACIONAL Científicos chilenos logran producir vinos con bajo alcohol sin sacrificar la calidad

El Torrontés y las empanadas de Salta

Fuente: El Tiempo

Patricio Tapia.

El norte vitícola de Argentina tiene algo mágico. Debe ser, creo yo, por su altura -a casi dos mil metros- o porque a esa altura está ese desierto que rodea los Valles Calchaquíes. O quizás es eso, el desierto y el paisaje de rocas que dan forma a esculturas naturales inverosímiles, como si se tratara de otro planeta.Y luego están el cielo, de un azul rabioso, y los vinos. En el norte, principalmente en las zonas de Salta y Colomé, se da la variedad clásica de Argentina: el Malbec.
El calor intenso, la altura, los suelos y vaya uno a saber qué más hacen que estos malbec sean corpulentos, potentes, maduros.

Sin embargo, también hay un blanco, el Torrontés, una exclusividad de Argentina, una cepa única que se origina en un cruce que se realiza hace más de un siglo entre Moscatel y la cepa Criolla, ambas traídas por los españoles.
El resultado es un vino muy especial, uno de esos blancos que, una vez que se beben, cuesta olvidarlos, aunque eso no significa necesariamente que sean buenos, sino que tienen mucho carácter.


Primero que nada, el Torrontés tiene un aroma tremendo. Uno acerca la nariz y lo primero que siente son aromas a flores o a frutas blancas o a lo que se les ocurra, pero con mucha intensidad, la misma que se siente en la boca, porque el torrontés tiene cuerpo.

También es algo astringente y tiene un lado amargo, que productores más cuidadosos saben cómo eliminar, dejando solo esa ‘cuerpada’ y esos aromas exuberantes. La primera vez que fui a Salta, hace muchos años, llegué de noche y con hambre. Me metí al primer bar que encontré, un lugar lúgubre, de paredes con pintura roída y música de radio mal sintonizado.

Tras la barra, un hombre completamente borracho me pregunta qué quiero. Y le digo: empanadas. Y se las pido porque las empanadas de pollo -fritas- son la especialidad gastronómica de Salta. Y van muy bien con el Torrontés, así es que también le pido un blanco.  El tipo asiente y me da la espalda para freír mis empanadas en una sartén maloliente, con un aceite de mil batallas. Tararea una canción mientras cocina. Al rato me pone un botellón de blanco helado y un abundante plato con empanadas que brillan en grasa.

El hambre, claro, tiene una tolerancia divina, así que comienzo a atacar las empanadas y el vino, un torrontés fresco, lleno de aromas a flores, y de pronto todo tiene sentido: desde la mezcla de empanadas y torrontés, la música chirriante de la radio y hasta el estómago peludo del tipo, que alcanzo a ver mientras se pasa la mano para limpiarse el sudor de la frente y otorgarme una sonrisa ingenua, de esas que tienen los borrachos.
Empanadas y Torrontés. Ya lo saben. Hagan la prueba. Aunque si no quieren ir a ese bar de Salta, pueden empezar por probar el Torrontés. Luego me cuentan.

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