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Las dos caras de la historia del café

En el corazón de Brasil, tierra fértil de granos, la dura realidad de los cafeteros aún llega a las tazas. 
    En el corazón de Brasil, tierra fértil de granos, la dura realidad de los cafeteros aún llega a las tazas.
    Por Nicolás Artusi 
    "Aquí todo el mundo fue criado con café", dice José Antonio, apenas escondido debajo de su sombrero ranchero. Al tibio sol de este invierno, pasea al visitante por las plantaciones de la Fazenda Serrado, donde se cosecha el grano que un año más tarde se servirá en pocillo o jarrito. Es mi primera excursión a Carmo de Minas, en la Sierra de la Mantiqueira, corazón del Brasil profundo. A mí, que tengo una obsesión con el café (durante la estadía, mi consumo diario aumenta un 50%: llego a las 15 tazas por jornada), me impresiona que el 85% de sus 14.000 habitantes se dediquen a la cosecha del grano. Pero a José Luis le preocupa el temita de la descendencia: aunque fueron criados con café con leche ya desde la teta, sus hijos se tientan con las luces de la ciudad y le huyen al campo. Acaso sea porque aquí aún perdura el recuerdo de los crueles barones del café, como el comendador Silva Pinto, un Fitzcarraldo pasado de cafeína del que se dice que golpeaba a sus obreros hasta dejarlos paralíticos, que ataba a los hombres con anillos de acero al piso, que tenía harenes de niños sodomizados o que encerró a su mujer 20 años en un altillo. 
    En el corazón de Brasil, tierra fértil de granos, la dura realidad de los cafeteros aún llega a las tazas.
    • Ilustración de Nicolás Bolasini
     
    Ahí donde el viejo demonio tenía el látigo, hoy los fazendados llevan el celular: usan las apps meteorológicas para saber cómo viene el pronóstico del tiempo y las redes sociales para compartir fotitos añejadas de los cafetales. Vengo de visita a los campos donde la empresa suiza Nespresso compra su café y, aunque hoy se construyeron escuelas para los hijos de los productores, aparecieron nuevas tecnologías para hacer más digno el trabajo en las plantaciones y se crearon más oportunidades de empleo, todavía sobrevuela el fantasma de la esclavitud: se insiste en la dignidad del trabajo en blanco y justamente remunerado, aun entre los campesinos golondrina que llegan para la cosecha, entre mayo y septiembre. Pero como si el aliento de Silva Pinto soplara con cada viento norte, por todo el campo mineiro sobrevuela el testimonio del horror: los millones de negros sometidos a la tiranía de aquellos barones hicieron de la zona el mayor depósito de esclavos durante los siglos XVIII y XIX, una Pequeña África donde la misma terra roxa servía para cultivar los cafetos y enterrar a los caídos. Era más barato comprar africanos "nuevos" que curar a los enfermos. En las fazendas, el promedio de vida era de 7 años. 
    "Quien no tiene memoria no tiene historia. Y quien no tiene historia no tiene memoria", razona María, jefa de la Fazenda Sertão. En el recuerdo de su propio holocausto, el cafetalero rinde tributo al que labró la tierra roja antes que él. Si es cierto que la desgracia es planta resistente, como decía el poeta Jorge Amado, aquí se la extermina como a cualquier otra plaga: aunque se lo prefiera amargo, el café brasileño todavía tiene el sabor dulzón de la sangre de los que dejaron la vida en una taza. 

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