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El placer inmortal del vino

Un experto internacional nos explica que los sentidos para catar y disfrutar el vino mejoran con la edad y la experiencia.

Saborear y disfrutar una buena copa de vino es un placer que no languidece a medida que envejecemos. Contrario al deterioro muscular o de otros órganos del ser humano, el sistema olfativo y el del gusto se regeneran regularmente.

Nuestro sistema sensorial es único e individual, lo cual hace que el mecanismo organoléptico difiera de un ser humano a otro y la apreciación del vino -color, aroma y gusto- sea fruto de una construcción personal que implica experiencia, disciplina, estudio y cuidado de nuestros sentidos para lograr el mayor placer cuando valoramos un vino.

El principio básico es desarrollar desde muy temprano nuestra memoria olfativa -la más poderosa del ser humano- y construir nuestra propia “biblioteca de olores y aromas”, que junto con la memoria gustativa serán las herramientas básicas de un buen catador y del placer final del vino. Ambos son considerados los sentidos químico-sensoriales que convierten las señales químicas en percepción e impulsos al cerebro. Por ello entre más pronto, mejor.

El olfato es el sentido más sensible y, según estudios científicos, nuestra nariz puede distinguir hasta 10.000 olores diferentes y asociarlos con situaciones y experiencias concretas de nuestra vida, como el pan de nuestra niñez, el perfume de nuestra primera novia o el aroma del primer vino.

El científico suizo Richard Pfister, autor del libro Los perfumes del vino. Sentir y comprender el vino, explica que “la aproximación olfativa se ubica en tres zonas del cerebro que corresponden al sistema límbico, ligado sobre todo a las emociones, el aprendizaje y la memoria”. Se afirma por ello que el 75 % de nuestras emociones están relacionadas con los olores.

Pero aunque las emociones tienen mucha influencia sobre la olfacción, Pfister, quien es enólogo y perfumero, advierte que “también son fundamentales las zonas corticales del gusto. Por ello es que cuando nuestra nariz siente notas de miel y luego encontramos en boca que es un vino seco, ello nos decepciona. A nivel olfativo habíamos asociado el gusto al olor y pensábamos que era un vino dulce. Y eso nos ocurre con frecuencia”, afirma.

Emoción, gusto y color
Podríamos entonces organizar en ese orden de importancia nuestra aproximación al vino, aunque en términos de cata profesional el orden es vista (color), olfato (emoción) y gusto, y las fichas técnicas otorgan al olfato un 30 % de la valoración y al gusto un 44 %, a los cuales se agrega un 11 % de la armonía o gusto global.
Hay que construir ambas memorias, nutrirlas, cuidarlas y ejercitarlas. Sin embargo, la apreciación del vino no es una norma científica porque responde a la percepción individual, a una sensibilidad que puede ser mayor o menor y que estará influenciada y afectada por múltiples factores. “Pueden ir desde el estado físico, el ritmo cardíaco, la ingesta de medicamentos, la liberación de hormonas -todo lo relacionado con el funcionamiento vital- hasta el medioambiente en que crecemos, la contaminación, los referentes olfativos, la influencia gastronómica y la actitud mental”, dice Richard Pfister.

El ejercicio permanente de la cata, la exposición a los olores y aromas, la educación del gusto, el cuidado y respeto de nuestro sistema organoléptico, son factores esenciales para esa construcción y su conservación y permanencia.

El olfato y el gusto son sistemas fisiológicos diferentes, pero complementarios. Cada uno tiene sus propios receptores y vías neurales, pero con frecuencia es difícil saber cómo contribuye cada sentido a la percepción general de un vino, porque el olfato, el gusto y el tacto (sensación en la boca) se combinan en la experiencia de beber el vino.

Los doctores estadounidenses Linda Buck y Richard Axel ganaron el Premio Nobel de Medicina en 2004 por identificar la red que dirige nuestro sentido del olfato. Encontraron que el cerebro combina los datos de varios receptores olfativos y forma un patrón que es reconocido como un aroma distintivo. Hay 350 familias de receptores del olor agrupados en la parte superior de la cavidad nasal que reaccionan ante una simple molécula para identificar miles de aromas específicos.

En el caso del gusto, hablamos de 10.000 papilas gustativas (cada una con células receptoras), agrupadas en la lengua, la parte interna de las mejillas, el paladar y la garganta.
Entonces, mientras percibimos cuatro sabores básicos (dulce, agrio, salado y amargo), cuando agitamos un vino en la copa podríamos en cambio detectar miles de olores diferentes, empezando con los volátiles (intensos) que van a oxidarse y desaparecer más rápidamente.

Placer perpetuo
Diversas investigaciones han establecido que la capacidad olfativa disminuye más que el sentido del gusto, que es considerado el más estable y podríamos señalar que es clave para establecer nuestra “sensibilidad vinícola”.
Por ello, el famoso enólogo francés Jean Claude Berrouet, quien vinificó 44 añadas de Petrus (el Gran vino de Pomerol y uno de los más exclusivos del mundo), me dijo una vez en forma poética: “Siempre debes tratar de encontrar en la copa el alma del vino”.

A su vez, otro grande de la enología, Michel Rolland, afirma que la gente “necesita desarrollar su propio gusto y construir su propia escala”. Y esa construcción es permanente.

Ciertamente que los sentidos empiezan a debilitarse en algún momento y a perder precisión, pero por ejemplo, aunque hay pruebas de que las papilas gustativas disminuyen con la edad, el hombre no lo nota porque están dispersas por toda la boca y son miles. Se considera, sin embargo, que en el caso del gusto, primero se afecta la percepción del amargo (en las mujeres se inicia con la menopausia) y luego disminuye la detección del salado, el ácido y, finalmente, del dulce.

Richard Pfister explica que “nuestro epitelio olfativo cambia muy frecuentemente y por completo. Al cabo de cierto tiempo está renovación, esta regeneración, será más lenta y entonces se comenzará a perder precisión olfativa. Pero es difícil decir cuándo. Ciertos dicen que a los 40 años, otros que a los 60. Digamos que en ese rango”.
Sin embargo, el enólogo-perfumero advierte, a renglón seguido, que “la experiencia va a compensar completamente esa disminución olfativa. Los más grandes perfumeros del mundo no tienen 30 años, tienen 60 y 70. La experiencia es mucho más importante que la regeneración del epitelio olfatorio. Entre más uno se entrena, más preciso es y se supera ese debilitamiento natural”, puntualiza.

La edad madura, la mejor
Es cierto también que los grandes catadores y enólogos son mayores de 50 años y que en los paneles internacionales de degustación la experiencia es fundamental, al igual que la diversidad de orígenes, para establecer un rango promedio y armonizar conceptos y diferencias.
La sensibilidad olfativa y gustativa varía ampliamente de un individuo a otro porque la fisiología de cada uno es única. Por ello una persona puede detectar “a ciegas” ciertos aromas químicos como el alcanfor, el aroma de corcho contaminado (TCA) y el barniz, por ejemplo, mientras que otras no. O detectar notas frutales, salinas, minerales o herbáceas de forma inmediata.

Como ejemplo, está científicamente comprobado que una mujer en embarazo tiene una percepción aromática y gustativa superior al común debido a su situación hormonal.

Los enólogos y catadores profesionales conservan un olfato y un paladar agudos y exigentes, superiores al de jóvenes profesionales. A diferencia de los deportistas de alto rendimiento, cuyo ciclo de logros y medallas termina entre los 30-35 años, su fase es doble en extensión y disfrute, y va más allá de los 70 años.
Igual que los grandes vinos, que mejoran con la buena guarda y el tiempo, el enófilo, hedonista y epicúreo, al igual que el consumidor corriente, puede entonces estar tranquilo de que podrá percibir el placer del vino hasta el último momento de su existencia… hasta la última gota. ¡Salud!

Fuente: http://www.elespectador.com/vivir/gastronomia/el-placer-inmortal-del-vino-articulo-639866

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