ARGENTINA 5 lugares para disfrutar gastronomía de cocineras argentinas

Olivier Hanocq: el panadero francés que destronó a las figazas Por Cecilia Boullosa, La Admirable.


Llegó al país a mediados de los 90 y junto a Bruno Gillot abrió L´épi: la panadería que con su horno de quebracho y sus panes de campo crocantes y algo ácidos, inició la revolución del pan en Buenos Aires.

Hoy muchas panaderías se autodenominan, a veces pretenciosamente, “boulangerie”. Hablan de las bondades de su masamadre o de sus panes de diseño. Pero mucho antes, cuando el horizonte más amplio del pan en Buenos Aires eran las milonguitas y las figazas –“el pan blanco y blando que le gusta a los porteños”, en palabras del entrevistado– Olivier Hanocq y Bruno Guillot, dos franceses intrépidos, comenzaban a reciclar una vieja y averiada panadería de Chacarita para transformarla en L’épi (la espiga). Además de la herrumbre y el caos que encontraron en el local (Roseti 1769), descubrieron al fondo de la cuadra un tesoro: un horno a leña enorme que se engulle por mes cuatro toneladas y media de lingue y que devuelve los mejores panes de campo, focaccias, croissants con almendras y brioches de la ciudad. Eso ocurrió en 2005; poco tiempo después abrieron un local a la calle y unos años más tarde sucursal en Recoleta (Montevideo 1567). Su planta de producción abastece a restaurantes y a hoteles de primer nivel: el Faena, Sagardi, La Cabrera y Brasserie Petanque, entre otros.

Si bien son dos socios, Olivier es quien se ocupa de la panadería a tiempo completo. Además, es un activo participante de la feria saludable Buenos Aires Market –su stand está entre los más concurridos–, forma parte de Lucullus, la asociación que agrupa los cocineros franceses de la Argentina, y se está preparando para la próxima temporada de su programa en Elgourmet. Desde que en 1995 salió de su casa natal en las cercanías de Versalles con el sueño de mochilear toda América, recorrió un largo camino.

¿Por qué viniste a Buenos Aires?

La verdad es que siempre estuve fascinado por Sudamérica. A los 17 años viajé por México y a los 22 también. Además hablaba un poco de español porque iba bastante a España de vacaciones. Mi idea era venir de mochilero y conocer toda Sudamérica: pensaba arrancar por Venezuela, pero en una galería de arte de Londres descubrí unos cuadros de Miguel D´Arienzo, un pintor argentino. Sus pinturas relataban la mezcla de culturas que hay en Buenos Aires: el italiano, el español, el judío, el indoamericano. Me fascinaron apenas las vi y dije: “Bueno, listo, este va a ser el lugar por el que voy a empezar”. Esto fue en 1995, hace 17 años.

¿Viniste directo desde Londres?
No, me volví un mes a París y de París a Buenos Aires. Saqué solo un pasaje de ida. Siempre me acuerdo de esta anécdota: me llevó mi mamá al aeropuerto y se quería matar, porque la persona que hacía el embarque me preguntó por mi boleto de vuelta y yo le dije que no tenía. La cara de mi mamá fue tremenda. Para una madre es medio duro.

Pero te dejó venir igual.

Yo era un poco intrepidó (con acento en la “o”).  Tenía alma de viajero y quería viajar. El primer argentino lo conocí en el avión, un arquitecto de Chascomús que me contó un poco cómo era Buenos Aires, me llevó a comer a una parrilla. Paraba en el centro, en un hotel, y me pasé dos o tres meses visitando la ciudad.

¿Qué recordás de esos meses? ¿Hacías vida de turista?
No, tenía amigos chilenos, argentinos, hice amistades. Hasta que conocí a la que después fue mi mujer, ahora mi ex. En ese momento no tenía mucho dinero y pasaban las semanas, y la vida en ese momento en Argentina era cara. Yo llegué en el segundo mandato de Carlos Menem. Trabajaba de pastelero en un restaurante en Palermo, cuando Palermo no existía. Pero era todo clandestino, no tenía papeles, me iba a Uruguay dos meses de vacaciones, volvía, era todo muy cool, relajado. Después la conocí a mi mujer, pero igual me fui, quise retomar mi viaje, quería hacer lo que siempre había soñado: viajar y conocer. Países, paisajes, gente, cultura. Me fui por Bolivia un mes. Y después crucé a Brasil y llegué a Río de Janeiro, conseguí trabajó en tres días en un restaurante francés y me quedé seis meses. Después me volví por mi mujer. Trabajé para La Rosa Negra un año con Ohno Takehiro, él me contrató como pastelero, también di clases.

Pero desde ahí no volviste más a Francia.
Desde el 94 cuando me fui a Londres, no volví más, salvo de vacaciones.

¿De dónde vino eso de estudiar panadería?
Arranqué a los 17 años, un poco de casualidad. Nadie en mi familia tiene vínculo con la cocina. No tengo ni papa ni hermano ni tío cocineros. Y como yo no era muy bueno en los estudios, mi papá me dijo que tenía que trabajar. En ese momento me gustaban también la carpintería y la fotografía, pero no me daba el nivel de estudio, así que me decidí por la pastelería. Entré en Lenôtre, un comercio muy prestigioso cerca de París, pero me rechazaron en la pastelería. En realidad era porque necesitaban un panadero.

¿Te tomaban en cuenta las notas del secundario para estudiar pastelería?
Sí, claro. Me dijeron que no me daba el nivel y me ofrecieron la panadería. Probé y tuve la suerte de caer en un equipo fantástico, con un chef fenómeno, era muy duro, un equipo de doce panaderos. Ahí aprendí a trabajar con el horno a la leña, con la masamadre, todo lo que hoy tenemos en L’épi. Después de panadería, finalmente estudié pastelería.

¿Cómo es la carrera de panadero en Francia respecto acá?
Primero, el estudio es estatal: un chico consigue a alguien que va a ser su maestro de aprendizaje. Trabajás todos los días de la semana y un día por semana vas al colegio donde te enseñan un poco de teoría, un poco de tecnología, y después de dos años tenés un examen que dura dos días y que te da el título oficial y nacional de panadero. Es más práctico y más barato y además te van pagando un sueldo. 

¿A Bruno cómo y cuándo lo conocés?
No me acuerdo bien en qué año fue pero sí el lugar: en la Feria del Libro cuando Dolli dio una charla y al final presentó a Bruno como pastelero francés. Entonces yo me acerqué y de entrada tuvimos afinidad. Mismo idioma, misma profesión, los dos acá. Fuimos a comer una pizza y nos hicimos amigos, él estaba buscando trabajo, después entró en el Marriot y después comenzó con Tommy Perlberger en EAT catering. Esto habrá sido en el 96. Y desde entonces empezó a rondar la idea de hacer algo juntos.

Pero pasaron ocho años más hasta que abrieron la panadería.
Sí, hasta un día en que Bruno me llamó y me dijo que cerca de su casa estaba este lugar. Nos parecía que faltaba buen pan. Había buen vino, se conseguían buenos quesos, pero faltaba el pan. Además, después de muchos años de pastelería, tenía ganas de volver a la panadería.

¿Qué extrañabas de la panadería?
Todo lo que se siente el hecho de trabajar con una materia viva. Acá estamos trabajando con algo vivo y eso no lo tiene la pastelería, que es mucho más estática. El pan es algo vivo, entonces te atrapa más quizás. Las levaduras, el olor, la cocción, el placer de poner el pan sobre la mesa.

Entonces Bruno te propuso abrir L´épi.
Sí. Primero probamos el horno para ver si funcionaba bien y luego sí, nos lanzamos a la aventura. Era un desafío porque íbamos a ir en contra de los hábitos culinarios argentinos: al argentino le gusta el pan blanco,  blando, y nosotros hicimos un pan oscuro y duro. Es una sorpresa que hoy el pan de campo sea el que más se venda. Al principio trabajábamos puertas adentro, nos alquilaban nada más que el fondo, no la boutique de adelante: lo de adelante era un desastre, piso de tierra, estaba medio tomado por unos delincuentes.

¿Cuánto tiempo estuvieron a puertas cerradas?
Y… dos años. Abrimos el local en 2007. Trabajábamos con Sheraton, Sofitel, Brasserie Petanque, esos fueron nuestros primeros clientes. Se empezó a correr el boca a boca de que dos franceses hacían el pan en Chacharita así que tuvimos que abrir. Como era un barrio fabril y residencial, al principio dijimos “bueno, abrimos un par de horas, lo dibujamos. A ver qué pasa”. La apertura del local coincidió con Elgourmet.com.

¿Cómo fue que llegaron a la tele?
Un día vino Narda Lepes a filmar un programa de ella y la productora, Sila Bordoy, hoy una gran amiga, se enamoró del lugar. Dijo: “Acá hay que hacer algo, con estos dos franceses, con el acento de Bruno, el horno, hay que hacer algo para televisión”. Al principio no queríamos, sentíamos que no era lo nuestro, nosotros somos artesanos, no showman, aunque ahora tengamos un poco más de cancha. Pero al final hicimos una prueba piloto y les gustó. Nos ordenaron una serie de trece programas y antes de que se termine la primera serie nos mandaron a hacer una segunda tanda. Hicimos tres temporadas en la panadería, luego programas de estudio y “Francia y sus quesos”. En un comienzo nos hacían actuar mucho hasta que los convencimos de que nos tenían que dejar improvisar más, tenemos muy buena química con Bruno.

Desde que abrieron L´épi porque decían que no se conseguía un buen pan en Buenos Aires hasta hoy, el panorama del producto cambió. ¿Cómo ves esto que algunos llaman la revolución del pan?
Todos los sectores de la gastronomía tuvieron su boom, su despierte, y ahora le tocó la hora al pan. Hace diez años era el sushi. Cuando yo llegué casi no existía y ahora hay un sushi cada tres cuadras, después el vino, el aceite de oliva, la cocina fusión, ahora la cocina peruana.

En el último tiempo abrió Cocu, arribó Le Pain Quotidien, entre muchos otros.  ¿Les preocupa la competencia?
No, no podés estar siempre solo. Pero fuimos los precursores, lo importante es ser los primeros. Fuimos los primeros y aparte tenemos esto (señala el horno).

Si L´épi estuviera en París, ¿cómo rankearía?
Yo creo que estaría en una buena posición, tal vez suena un poco pretencioso, pero creo que podría estar entre las diez panaderías más importantes de Francia, encima tendríamos mejores harinas.

¿Cómo es el ritmo de la panadería un día cualquiera?
Trabajamos en tres turnos de ocho horas. Hay un turno de noche que hornea el pan. Un equipo de la mañana que hace la parte dulce, la pastelería y las facturas, y la parte de la tarde que prepara los panes. Se trabaja todos los días del año, es cierto que estamos cerrados el domingo a la tarde y el lunes, pero los lunes tenemos entrega.

¿Volvés seguido a Francia?
De vacaciones, trato de ir una vez por año.
De mal estudiante a panadero famoso en un país lejano… tu familia por lo menos debe estar sorprendida.
Sí, cuando viene mi familia se sorprende mucho de que me pidan autógrafos o que me reciban bien en los restaurantes. La última vez que vinieron mi mamá y mi hermano les organicé un recorrido gastronómico por Buenos Aires y no lo podían creer.


“LAS MÁQUINAS PARA HACER PAN SON UNA PORQUERÍA”
Consultado sobre las máquinas para hacer pan en casa, que hoy están muy de moda, Hanocq es muy claro: “Son una porquería”.

¿Por qué?
Tal vez es bueno para el día, pero son panes que tienen un proceso apurado y eso es lo que yo combato todos los días. Buscamos los procesos lentos, la fermentación lenta, los panes que se están haciendo ahora se hornean a las doce de la noche y se comen mañana a la mañana o hasta mañana a la noche porque tienen masamadre y duran más.

¿Se les ocurrió agregar un café a la panadería, o unas mesas como hacen muchos?
No. Porque somos una panadería típica francesa y en Francia uno se lleva la baguette bajo el brazo. No es para nada el concepto de confitería de acá, nosotros somos una panadería. Está bueno tener negocios especializados.

¿Cuál es la importancia de tener una buena panera en un restaurante?
Habla mucho. Si una panera es mediocre no hay que esperar mucho de los platos. Es lo primero que llega a la mesa, tiene que dar una buena impresión. La mayoría de las parrillas, por ejemplo, suelen tener un pan espantoso.

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