ARGENTINA 5 lugares para disfrutar gastronomía de cocineras argentinas

200 años de vino en la gastronomía porteña


Fuente: Infobae.
DoscientosaniosDeVinoEnLaGastronomiaConocé todas las etapas del consumo de vino en los cafés, bares, restaurantes, fondas y cantinas porteños.
Al decir de la gente de mar, Buenos Aires nunca fue un buen puerto desde el punto de vista náutico, ya que el río de aguas bajas y fondo barroso que lo cobija no proporciona demasiadas ventajas para la navegación. Con todo, la gran ciudad del Plata tuvo siempre una importancia política, económica y estratégica demasiado destacada como para que no se arrimaran a sus muelles embarcaciones de todos los rincones del mundo, tanto para traer como para llevar pasajeros y mercancías. Ese espíritu portuario que tanto la asemeja a Rosario y tanto la diferencia de Córdoba o Mendoza, por citar algunos ejemplos, marcó para siempre sus características urbanísticas, sociales y culturales. De hecho, la vida portuaria fue uno de los ejes en torno a los cuales se constituyó una rica variedad de comercios gastronómicos. Con muchos ingredientes hispánicos (como los cafés y almacenes con despacho de bebidas), ciertos toques itálicos (como las cantinas y pizzerías) y algunas influencias autóctonas (como las antiguas pulperías y las actuales parrillas), la gastronomía porteña cobró un estilo propio y característico que perduró durante mucho tiempo.

Desde los años de la Revolución de Mayo hasta bien entrada la década de 1870, el aspecto chato que presentaba la metrópoli tenía su correlación en la pobre oferta gastronómica que ofrecía. Los documentos y testimonios de la época hablan de algunos cafés regenteados por españoles en las inmediaciones de la Plaza de la Victoria, muy cerca del fuerte, la aduana y el Cabildo, como el Café de Marco, el Café de la Victoria, el Café de la Comedia (llamado así por el teatro adjunto) y el Café de los Catalanes. Allí la gente se reunía en largas tertulias, aunque se trataba de locales que no ofrecían comida. Para almorzar o cenar había que dirigirse al comedor de alguna de las pocas posadas u hoteles existentes en la ciudad. Un valioso registro de los gastos por desayunos y almuerzos reintegrados a los capitulares (funcionarios del Cabildo) en 1812 permite darse una idea de los gustos de entonces: “chocolate y leche, café, pan, bizcochos, dos fuentes de huevos con tomates, dos fuentes de pichones con tomates, dos fuentes de pichones asados, un jamón, dos fuentes de salmón, ensalada de remolacha, doce limetas (botellas de vientre ancho y cuello alto) de vino de Burdeos, dos limetas de champaña, nueve de varios licores, duraznos, pelones, peras y brevas”.
Ese panorama monótono de platos elementales y vinos europeos de dudosa genuinidad no se modificó demasiado hasta que el formidable caudal de inmigrantes arribados al país a partir de 1860 logró forzar la apertura de miles de locales gastronómicos para la comida, el esparcimiento o la diversión de semejante masa humana.

En forma paralela, la llegada del ferrocarril a Mendoza y San Juan en la década de 1880 hizo posible el suministro rápido de millones de litros de vino cuyano para la sedienta y creciente ciudad de Buenos Aires. Aunque la importación se mantuvo fuerte hasta la década de 1930, a partir de entonces se inició una lenta pero firme asimilación del vino argentino entre el público. Los vinos comunes se servían en cafés, bares, almacenes, fondas y cantinas directamente de los cascos de 200 litros y se llevaban a las mesas en vasos, jarras, botellones y pingüinos. Los comercios más modestos ofrecían generalmente dos variantes (blanco seco y tinto), mientras que los locales más grandes incluían vinos dulces y grappa, también de barril.
El vino fino argentino en botella constituía toda una rareza, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial cortó imprevistamente la importación durante cuatro años, período que fue aprovechado por las bodegas locales para lanzar muchas etiquetas con denominaciones alusivas a los caldos del Viejo Mundo. A las marcas en sí mismas, entre las que abundaban los rótulos de afectada sonoridad francesa (como “Chateau” o “Recommandé”), se sumaban las propias categorías producidas y comercializadas: Burdeos, Borgoña, Chianti, Sauternes, Mosela, Barbera, Rhin, Oporto, Marsala y Garnacha, entre tantas otras.


De la masificación a la exclusividad
Las décadas de 1930 y 1940 trajeron consigo dos fenómenos cuya naturaleza hace que se expliquen entre sí: el aumento de la demanda en volumen y la caída de la demanda de calidad. Los años de oro y la belle époque habían quedado atrás, mientras el antiguo modelo de imitar los vinos europeos iba siendo relegado por el del vino simple y masivo, de identidad nacional, rotulado como la “bebida de los pueblos fuertes”. Por supuesto, las bodegas de vinos finos nunca llegaron a desaparecer, pero lo cierto es que la industria se fue adaptando para satisfacer a un público que reclamaba muchos litros con pocas pretensiones cualitativas.
Este fenómeno se hizo sentir fuertemente en el panorama gastronómico de Buenos Aires. Acompañando el auge de los locales populares de comida, como cantinas y pizzerías, el servicio del vino se volvió ciertamente más informal y despreocupado.

Bien podría citarse el medio siglo transcurrido entre 1930 y 1980 como la “edad de oro” de un estilo de comer y tomar que aún hoy se resiste a desaparecer del todo.
Fueron los tiempos dorados del pingüino, del sifón con malla protectora de plástico, del moscato con soda (imprescindible en toda pizzería que se preciara de tal) y del Semillón como sinónimo de vino blanco común (servido en gruesos vasos de vidrio “lupa” que generaban una falsa imagen de volumen), entre tantas otras modalidades de consumo que marcaron a no menos de tres generaciones de argentinos.

Quien suscribe llegó a ver, allá por principios de los setenta, el punto extremo de la sencillez en el servicio de un modesto bodegón de barrio: el “vino de la casa”, de damajuana, fraccionado y llevado a las mesas en botellitas vacías de gaseosas (de Crush, invariablemente) como envase para la medida del “cuarto litro”. Mientras tanto, los locales de cierta categoría no estaban mucho mejor que sus pares más modestos. Independientemente de los manteles pulcros y los mozos rigurosamente uniformados, el servicio del vino dejaba entrever una absoluta falta de interés por la cuestión, cuando no una fatua ignorancia. Las cartas breves y eternamente reiterativas de las mismas marcas, las botellas pésimamente estibadas por períodos prolongados y el servicio a temperaturas absolutamente inapropiadas eran algunas de las falencias estructurales que pesaban sobre los sitios donde se comía mejor (en teoría) y se pagaba más (en los hechos). ¿Quién no recuerda aquellos largos artefactos tubulares con los que los mozos “pescaban” las botellas dispuestas de pie en las altas estanterías que revestían las paredes del salón? ¿Alguien se atrevería hoy a pedir un vino guardado en esas condiciones?

Un visitante extranjero arribado al país en 1960 o 1970 bien podría haber pensado que aquel panorama no cambiaría nunca, pero todo tiene un final. La última década del siglo pasado fue testigo de profundas modificaciones económicas y culturales a las que el mundo enológico y gastronómico no fue ajeno. El irrefrenable desarrollo de los vinos de calidad exportadora fue acompañado por un revolucionario cambio de mentalidades, llevado a las mesas y las barras de la restauración argentina de la mano de una nueva camada de personas con preparación suficiente para ofrecer un servicio serio, profesional y de alto nivel. Mientras tanto, las propuestas se multiplicaron proporcionalmente con la diversidad de gustos, con perfiles culinarios capaces de colmar las expectativas de cualquier comensal argentino o extranjero. Hoy, la cantidad, variedad y calidad de lugares donde se puede comer realmente bien y beber mejor no tiene parangón con ningún momento anterior de la historia argentina, ni nada que envidiarle a otras grandes urbes modernas. Buenos Aires, ciudad turística y cosmopolita por excelencia, es una tierra de buena comida y grandes vinos.

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