El pasto para las vacas y las vacas para nosotros por Diego

En los últimos años he tenido el placer –y la suerte- de comer bastante bien. Me refiero a haber podido recorrer exquisitos y sofisticados “pasos” de reconocidos restaurantes. Disfruto descubriendo nuevos sabores, texturas y materias primas, tanto aquí como en otras latitudes.


Desde hace ya un tiempo me veo rodeado de amigos y conocidos que a la hora de elegir un restaurante ya no dicen cosas como “vamos a probar un cochinillo hecho 7 horas en un horno de barro” o “hay un lugarcito de sushi escondido que el dueño trae cada semana pescados desde Japón”. No. Últimamente la propuesta es comer en lugares que se llaman algo parecido a “el rábano verde”, “cocina bella y natural” o “alimento del espíritu”. Y lo proponen con un entusiasmo que me ha hecho ir sin dudarlo, inclusive más de una vez, aún sin saber de que se trataba la propuesta gastronómica.

Lo primero que noto al llegar a estos lugares, en las simpáticas mesitas de madera que hay en la vereda, es lo magro de los comensales: que haya clientes tan pero tan enjutos me hace desconfiar de la capacidad del establecimiento de preparar algo que me alimente.

Luego hay que esquivar el minimercado de productos naturales, orgánicos, sanos y extraños. Incluye una amplia selección de yuyitos e infusiones cosechados en vaya a saber qué descampado. No faltan libros de yoga, meditación y otros títulos tales como “por qué el azúcar es tu peor enemigo” o “harina = veneno”.
Una vez sentado comienza mi sensación de estar en una película en cámara lenta, casi como si el tiempo se detuviera. El mozo viene despacio, los jugos naturales demandan un pausado proceso de goteo, los ingredientes se cocinan con la minuciosidad que una comida sana y natural requiere.

En otras palabras… ¡tardan viejo! Tardan en atender, tardan en preparar y lo que es peor: te generan una ansiedad provocada por el hambre que es imposible de mitigar con el platito de pasto y semillitas que me acaban de servir.
Acá es donde viene mi primera conclusión científica: a estos muchachos les faltan glóbulos rojos en el torrente sanguíneo dado que la comida vegetariana disminuye la capacidad del organismo para generarlos. Esto explica su notoria falta de energía, palidez y leve desinterés por las cosas concretas que suceden en este mundo. Mi recomendación es tener un gesto bondadoso colectivo y donar masivamente sangre para estos bienintencionados pero equivocados cultores de la cocina basada en plantitas.

Una vez superada la prueba de conseguir una mesa estable con sillas que no se desarmen y condiciones de temperatura apropiadas (¡que cosa tienen en contra del aire acondicionado estos señores!) abrimos la carta y nos encontramos con una lista de platos que podrían resultar familiares, si no fuera porque ninguno es lo que dice ser. A saber. Hamburguesa de hongos, chorizo de porotos de la india, milanesa de berenjena, pizza de trigo sarraceno con queso de castañas y así podría seguir enumerando. No man, no es así, no me mientan más: eso no es una hamburguesa, no es una pizza y menos que menos, una milanesa. Vos dale la forma de una hamburguesa, imitale la textura, aproximale el color, pero te pido por favor: no le pongas de nombre hamburguesa porque no lo es! Segunda conclusión científica: la comida vegetariana anula la imaginación de los cocineros para bautizar sus platos con nombres nuevos y originales que no hagan referencia a la comida de verdad. Perdón, quise decir de la cocina tradicional.

Y después (bastante después) llega la comida. Ahí viene la parte en que mis amigos, en vez de empezar sus platos, se quedan expectantes a mis movimientos. Ya viene la pregunta. “¿Y? ¿Parece o no parece milanesa, boludo, no es IGUAL?”. Y no, no es igual. Pero qué les voy a decir. No los quiero decepcionar. Yo, adentro mío, me pregunto: si les gusta tanto algo que se parezca a una milanesa, por qué no se mandan una buena milanesa y listo, ¡qué embromar!

Tercera conclusión: el exceso de ingesta de plantas afecta la capacidad de distinguir entre 250 gramos de la mejor carne Angus asada con panceta, queso cheddar y huevo frito dentro de un esponjoso pan de un montón de mijo apelmazado con dos tomates secos, tres hojas de rúcula entre dos suelas de zapato de pura masa integral.
Finalmente terminás de comer y es como si nunca hubieses empezado. La sensación de estar satisfecho, si alguna vez llega, es efímera como un salario mínimo. Basta salir del restaurante y hacer 4 cuadras para que mi pancita aúlle: “¿y Jefe, el morfi para cuándo?”

A pesar de pasar por primeras experiencias poco felices, uno sigue intentando, como en tantos órdenes de la vida, pensando que lo que viene puede ser mejor y cae en la trampa. Regresa a estos comederos para probar otras cosas, porque quizás uno no dio en la tecla con el plato de la primera vez. Volvés a entrar en ese ambiente viscoso con ese ritmo tan particular y luego de la espera habitual te encontrás con otro hecho irrefutable: todo tiene el mismo gusto. La ensalada, la pizza, la tarta, el flan de almendras activadas. Todo. Todo sabe más o menos parecido.

Aquí la última pero no por ello menos cierta conclusión: además de afectar la producción de glóbulos rojos en el organismo, también se bloquean las papilas gustativas. Yo dije basta, no es que venga aquí a hacer un alegato a favor de alimentarse a base de milanesa a caballo y bife de chorizo con fritas pero no jodamos, cuando tengo hambre y quiero una hamburguesa la quiero de carne.

Ah, les dejo una última reflexión: ¿cuál es la diferencia entre un restaurante de cocina vegana raw y una verdulería? Para meditar. Saludos, nos vemos seguramente en un buen asado entre amigos.

Diego A. Alonso
Diego es Ingeniero Electrónico,
Piloto Privado, socio de Dos Monos y
Guía Oleo, pero por sobretodo
padre de familia y amante de los
buenos momentos compartidos.

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